La semana pasada, la posición del Partido Popular alineándose con los “duros” de la Unión Europea para incrementar la condicionalidad de los fondos del paquete de recuperación ha sido interpretada por buena parte de la izquierda como una posición “antipatriota”, que quiere usar el acceso a la ansiada financiación para poner las cosas difíciles en España. Cabrían muchas interpretaciones de esa posición, desde una coincidencia de los conservadores europeos con la una visión moral de la crisis (si necesitas ayuda es porque has sido “cigarra”), hasta un adecuado entendimiento de cómo funciona la Unión Europea, que no suele regalar nada, sino que compromete los fondos al cumplimiento de los objetivos establecidos en sus programas de actuación. De hecho, en un contexto en el que los países “frugales” han mostrado su negativa a apoyar la iniciativa de la Comisión, endurecer la condicionalidad puede ser una carta para lograr la aprobación del paquete.

En cualquier caso, lo que llamaría la atención no es tanto la posición “obstruccionista” de los conservadores, como, en este caso, la refractaria actitud ante la condicionalidad. Para los países del norte, esta condicionalidad es ineludible. Desde su punto de vista, los países del sur procrastinan en materia de reformas económicas y esto hace que sus economías sean poco productivas, sus cuentas públicas poco sólidas y sus sociedades más vulnerables. Desde el punto de vista de los países del sur, las reformas estructurales se han ganado el sambenito se ser sinónimos de recortes y privatizaciones, retiradas de regulaciones y controles, y pérdida de protección social. Ambas posiciones tienen algo de verdad y algo de mito.

La mala fama de las reformas estructurales nació en los años noventa, cuanto las instituciones internacionales impusieron programas de ajuste estructural a los países sometidos a crisis de deuda externa o de hiperinflaciones, en Asia, América Latina y África. El paquete de reformas era tan estándar que Joseph Stiglitz denunció que los funcionarios internacionales del FMI que los recetaban a veces lo único que hacían era cambiar en nombre del país. Los resultados de esos programas, dirigidos a corregir desequilibrios macroeconómicos acumulados, fueron muy ambivalentes: de acuerdo con el estudio de evaluación independiente que se hizo en el año 2000, el impacto económico fue mediocre y los resultados sociales fueron muy dolorosos. Hablar de reformas se ha identificado, desde entonces, como un sinónimo de recortes. Hablar de reformas en 2020, afortunadamente, no es lo mismo que hablar de reformas en 2000 o en 2010. El propio Mecanismo Europeo de Estabilidad acaba de presentar las conclusiones de una evaluación independiente dirigida por Joaquín Almunia, en la que se aboga por un modelo de reformas compatible con la cohesión social y el crecimiento económico.

Así hablar hoy de reformas no es lo mismo que era hace diez o veinte años. Y, sin lugar a dudas, necesitamos reformas, en el mejor sentido del término. España mantiene un importante diferencial de productividad con los países más adelantados de la Unión Europea. De acuerdo con el Regional Competitiveness Index de la Comisión, sólo la Comunidad de Madrid podría competir en igualdad de condiciones con las regiones más dinámicas de la Unión Europea. No tenemos ninguna región líder en materia de innovación. En materia de calidad de las instituciones, estamos en la media de la Unión. Antes de la inclusión del Ingreso Mínimo Vital, España era, junto con Italia, el país que menos dinero destinaba a los más pobres. Nuestro sistema productivo está muy mediatizado por los sectores regulados, como las energéticas, las infraestructuras o la banca. En España, el 40% de la población activa tiene solamente la educación obligatoria, el doble que la cifra de los países de referencia. Aunque hemos mejorado en materia de emprendimiento digital, no estamos, ni de lejos, en la primera división, y nuestro atomizado tejido productivo es un obstáculo para la digitalización de la economía. Nuestra inversión en intangibles como el diseño, el conocimiento o la marca es menor que la de otras economías de referencia. Nuestro modelo energético es caro e ineficiente. Tenemos un mercado laboral que permite una precariedad inexplicable, nuestro sistema fiscal es insuficiente y lleno de agujeros, y sólo una pequeña fracción de nuestro gasto público es convenientemente evaluado a posteriori. Nuestro servicio público está envejecido: en España sólo el 5% de los funcionarios tienen menos de 35 años, la cifra más baja junto con Italia y Grecia (de nuevo Italia y Grecia) . En definitiva, tenemos razones más que suficientes para que no tenga que venir la Unión Europea a proponernos un programa de reformas, sino que deberíamos ser nosotros mismos los que las tuviéramos en marcha.

Entonces, si las necesitamos urgentemente, ¿por qué nos cuestan tanto? Las razones que explican buena parte de esta ausencia de ambición reformista son de economía política. En todas las reformas estructurales, habrá ganadores y perdedores: las ganancias suelen ser difusas, pero los perdedores suelen estar concentrados y a veces muy bien organizados. Subir los impuestos a los carburantes es una buena idea en un mundo que lucha contra el cambio climático, pero la reacción de los chalecos amarillos en Francia casi se lleva por delante la legislatura de Macron. Abrir a la competencia determinados sectores puede ser bueno para el consumidor y la productividad, pero ya conocemos la reacción de quien pierde esa protección que, en muchas ocasiones, está totalmente desfasada. Destinar más dinero a la lucha contra la pobreza infantil es una gran inversión en el futuro, pero los niños no votan, ni están organizados, ni hacen movilizaciones. Cerrar al tráfico el centro de Madrid beneficia la salud de toda la ciudad, pero enciende los ánimos de los conductores perjudicados.

La tentación de captar el apoyo de los perdedores en vez de movilizar a los ganadores es muy grande y la mayoría de los partidos políticos han sucumbido en algún u otro momento a esta tentación. Hay que tenerlo en cuenta a la hora de plantear una agenda reformista. Las reformas son como las verduras hervidas de la política económica. Muy sanas, pero poco apetitosas. De esta manera, España sólo ha implementado totalmente un 12% de todas las recomendaciones realizadas por la Comisión Europea entre 2011 y 2018, y de acuerdo con la OCDE, España, que sitúa en el pelotón de los países en materia de reformas, perdió entre 2017 y 2018 el impulso de los años anteriores.

Deberíamos perder el miedo a las reformas. Es más: deberíamos entender la condicionalidad de los fondos de la Unión Europea como una oportunidad para retomar una estrategia reformista y ambiciosa. Existe incontable literatura sobre las reformas que deberíamos acometer. El propio gobierno Sánchez presentó hace poco más de un año un completo documento, la Agenda del Cambio, que podría recuperarse en gran parte y complementarse con los nuevos esfuerzos para integrar más efectivamente la Agenda 2030 en nuestra política económica. El viento de la Unión Europea sopla en la misma dirección, con el Green Deal como estrategia de crecimiento. Que la Unión Europea exija un uso condicionado y preciso de los fondos de su programa no debería ser motivo de preocupación, sino una motivación extra. Tenemos una segunda oportunidad tras el fiasco procrastinador del último decenio. No la desaprovechemos esta vez.