La semana pasada, la Comisión desveló finalmente su plan para la recuperación de la crisis del coronavirus. Se trata, probablemente, de la propuesta más ambiciosa elaborada en el seno de la Unión Europea, dando un salto cualitativo en el proceso de integración europea y en el reequilibrio de las relaciones norte-sur. Tan ambicioso, que es dudoso que, salvo que Alemania y Francia se apliquen muy activamente en la discusión, podramos obtener un consenso sobre la misma en el Consejo Europeo.

El paquete propuesto consta de tres pilares: un primer pilar inmediato, centrado en el año 2020, en el que la Comisión propone la modificación de los presupuestos actuales para alcanzar más potencia de fuego, a través de un instrumento específico de apoyo a la solvencia de las empresas europeas, que seguiría el mismo mecanismo de apoyo basado en garantías -muy similar al actual Fondo Europeo de Inversiones Estratégicas-, la puesta en marcha de un nuevo programa de Cohesión -denominad React-EU- y el incremento del capital del Fondo Europeo de Inversiones. Estos instrumentos se suman a las líneas ya aprobadas como la línea del Mecanismo Europeo de Estabilidad, el programa SURE y el apoyo del Banco Europeo de Inversiones. Se trata, con efectos lo más inmediatos posibles, de inyectar ya dinero en las economías más afectadas por la crisis.

En segundo lugar, se propone la iniciativa NextGeneration EU, un programa de carácter temporal -entre 2021 y 2022- en el que se establece un nuevo instrumento de préstamos y transferencias, centrado en el apoyo a las empresas, la continuidad del programa REACT -dirigido a las regiones con mayor efecto en el empleo-, un refuerzo de los programas de desarrollo rural, y el refuerzo del fondo de transición justa. Un impulso basado en la identificación de proyectos de inversión y reforma, pilotados desde el semestre europeo. En otras palabras, los países miembros tendrán que presentar, al mismo tiempo que sus programas nacionales de reformas, un programa de inversiones que acompañe a dicho marco, para ser evaluado por la Comisión y del que se espera se emitan una recomendaciones más efectivas.

El tercer lugar, la Comisión propone un refuerzo del presupuesto de la Unión Europea, avanzando desde la propuesta que quedó bloqueada en febrero de 2020, con nuevos fondos destinados a un nuevo programa de salud, la I+D o la Política Agraria Común.

Las consecuencias de este modelo de intervención son múltiples. En primer lugar, la Comisión propone un mecanismo que implica una mutualización -parcial, pero mutualización- de riesgos entre los miembros de la Unión Europea. Este es el punto en el que es probable que el grupo de los frugales -Austria, Dinamarca, Suecia y Países Bajos- centre su más firma oposición. Pero el modelo implica también una importante cesión de soberanía por parte de los países participantes. Al vincular directamente las inversiones al marco del semestre europeo -algo que de alguna manera ya se recogía para los fondos estructurales en el período 2014-2020-, la Comisión refuerza su papel de “vigilante” de las políticas económicas de cada país. Al “palo” que suponen las sanciones previstas en el marco del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, la Comisión suma la “zanahoria” del plan de inversiones.

El impacto que este plan puede tener en España es muy positivo: se estima que España puede recibir financiación por más de 75.000 millones de euros, alrededor del 7% del PIB, lo cual implica un importante impulso a una economía muy maltrecha.

Sin embargo, para aprovechar al máximo las oportunidades que puede ofrecer este paquete, España debe dedicarse a fondo. Nuestra tasa de ejecución de fondos europeos no destaca particularmente: a finales de 2019 habíamos ejecutado el 33% de los fondos disponibles para el período 2014-2020, (período que se puede extender hasta 2023 según los propios reglamentos), unos 8 puntos por debajo de la media de la Unión Europea, que se sitúa en el 41%. Las dificultades de programación, la necesidad de cofinanciación y la ausencia de estructuras adecuadas para la ejecución ponen hacen que la capacidad de absorción no sea, hoy por hoy nuestro fuerte.

Si a estos problemas de ejecución sumamos la capacidad de seguimiento de las recomendaciones del semestre europeo que la Comisión nos envía de manera anual, la situación no mejora. En el informe que la Comisión emitió en febrero de 2020, de todas las recomendaciones emitidas para España entre 2011 y 2019, España sólo había aplicado plenamente el 12% de las mismas, y había identificado “avances sustanciales” en otro 24% de las mismas. Una cifra que no se diferencia mucho de la de otros países, pero que gana importancia si a partir de ahora la financiación europea va a estar vinculada al cumplimiento de estas reformas.

De esta manera, España tiene ante sí un doble reto: mejorar la aplicación de las recomendaciones del semestre europeo -las famosas reformas- y mejorar la selección, programación y ejecución de  los fondos de la Unión Europea -las inversiones. En definitiva, si la iniciativa de la Comisión Europea progresa, España tiene ante sí una ocasión para dar un salto adelante en la europeización de su política económica. Dado que los objetivos marcados por la Comisión Europea -el Green Deal Europeo, la lucha contra la desigualdad, el apoyo a la digitalización- coinciden en gran medida con los retos planteados para España a medio plazo, la iniciativa europea puede abrirnos una nueva ventana de oportunidad. Veremos si la aprovechamos.