¿Es posible que 2019 sea el mejor año que ha vivido la humanidad? Si atendemos a las series históricas de determinados datos como la pobreza mundial, la mortalidad infantil o la violencia debida a guerras, daríamos la razón a Steve Pinker (En defensa de la ilustración) Matt Ridley (El optimista racional) y a sus muchos imitadores y llegaríamos a la conclusión de que así es: si tuviéramos que elegir una época de la historia humana para nacer, probablemente elegiríamos esta misma. Nunca hubo un porcentaje más bajo de población por debajo del nivel de pobreza, nunca se redujo tanto el riesgo de morir en los primeros cinco años de vida, o nunca hubo un porcentaje de población con educación básica tan alto. Las series de datos que confirman una visión optimista de la historia de la humanidad se han hecho virales y hoy son utilizadas para confirmar la validez de nuestro modelo económico y social: el capitalismo es bueno porque “funciona”, generando unas cotas de prosperidad jamás imaginadas por la humanidad. Los más atrevidos aplican esta visión retrospectiva hacia el futuro y señalan que dejados a su libre arbitrio, el libre mercado y el progreso técnico traerán una cornucopia de riqueza y progreso para toda la humanidad a lo largo de los próximos decenios.

Lo cierto es que los datos presentados por ese tipo de discursos suelen ofrecer una visión selectiva de la humanidad: es poco probable que veamos en los mismos un gráfico sobre el ritmo de la desaparición de especies, la temperatura media del planeta o el número de personas refugiadas, donde los datos no son tan halagüeños. Pero, en términos generales, efectivamente el progreso acumulado nos invitaría al optimismo, aunque queda abierto el debate sobre la combinación de factores que nos ha llevado hasta nuestra situación actual. Los defensores del libre mercado suelen aprovechar estos datos para señalar que ha sido la extensión del capitalismo la que ha traído tales índices de prosperidad, pero lo cierto es que está documentado que la acción pública ha tenido mucho que ver en alcanzar las actuales cotas de bienestar: sin la intervención de los gobiernos, no se habría extendido la instrucción pública obligatoria o la asistencia sanitaria básica, pilares fundamentales del crecimiento económico del siglo XIX. Sin los efectos redistributivos del gasto público, las regulaciones protectoras de derechos sociales o las inversiones públicas, todo ese crecimiento económico nunca se habría traducido en calidad de vida.

Los datos muestran además un cierto desacople entre el crecimiento económico y el bienestar social: a partir de cierto nivel de renta, sucesivos crecimientos de la misma dejan de ser significativos para el crecimiento de la esperanza de vida u otros indicadores de calidad de vida. En 1960, los países ricos eran ocho veces más ricos que los países del África subsahariana y la esperanza de vida suponía una diferencia de 30 años. En 2017, la diferencia en renta se había ampliado de manera que la renta per cápita de los países más ricos era ya 20 veces mayor que la renta del África subsahariana, pero los países africanos habían recortado la distancia en esperanza de vida en 10 años, hasta los 20 años de diferencia. Llegó un momento en el que el crecimiento económico no significó mayor esperanza de vida. Esto significa que progresivos aumentos de calidad de vida y bienestar ya no dependen de la “expansión del capitalismo”, sino de las políticas públicas y los diseños institucionales necesarios para un funcionamiento inclusivo.

Y es aquí donde está la clave para responder a la pregunta de este artículo: confiar en que el crecimiento económico seguirá trayendo incrementos continuados y sostenidos del progreso y el bienestar económico y social tiene poco sentido. La prosperidad del ser humano y su relación con el entorno depende cada vez más de las instituciones y las políticas públicas y cada vez menos del crecimiento económico, al que no se puede supeditar todo el arco de políticas económicas. Si queremos que la próxima década sea la década prodigiosa de la historia de la humanidad, tendremos que consolidar esta intuición en nuestras políticas públicas y poner en marcha nuevas voluntad para el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en el marco de la Agenda 2030 de Naciones Unidas. La alternativa a este cambio en las políticas públicas y económicas no es un Armagedón climático o una catástrofe ambiental, sino una suave pendiente de acumulación de problemas sociales, económicos o ambientales que puede complicarnos seriamente nuestra vida en un futuro próximo.

Esperemos que este año que comienza sea el punto de inflexión para ofrecer un verdadero cambio en nuestras orientaciones: está en nuestra mano que sea así.