Como cada 9 de mayo desde 1985 se conmemora la Declaración Schuman, aquélla que puso en marcha a iniciativa del ministro francés de Exteriores (y redactada por un equipo dirigido por Jean Monnet) el motor de lo que hoy conocemos como "Unión Europea". 

Sucedió en 1950, recién terminada la Segunda Guerra Mundial. La propuesta consistía básicamente en la puesta en común de la producción del carbón y del acero por quienes tenían prácticamente la supremacía en el mercado: Francia y Alemania. La idea no era casual: creando esta Comunidad se intentaba garantizar la convivencia en paz en un continente que prácticamente desconocía lo que eso significaba, puesto que ambas materias primas eran necesarias para la industria armamentística, y si ambas potencias se veían obligadas a cooperar estarían mirándose cara a cara dificultando así nuevos enfrentamientos.

Los políticos de aquel momento tenían grandes ideas y, como tal, actuaban con enorme cautela. El plan de Schuman se trazó en el más riguroso secreto. Encargó a Monnet la redacción de una declaración que, después de ser preparada por un pequeño equipo de expertos, fue estudiada durante un fin de semana por el ministro, y lanzada de inmediato el 9 de mayo sin dar prácticamente tiempo a discusiones. Esa misma tarde, tras informar al Consejo de Ministros francés y al Gobierno alemán -quienes recibieron con entusiasmo la propuesta- se convocó una rueda de prensa. Fue tan sorpresiva para los medios que no hubo fotografías, por lo que meses después se tuvo que repetir la escena para que quedase alguna estampa para el recuerdo. 

Europa nació de la necesidad de paz, del sufrimiento, de los miles de muertes y de las atrocidades cometidas. Es muy cierto que de las experiencias más dolorosas es las que se obtienen las mejores lecciones y esta, sin duda, es una buena muestra. 

La Comunidad fue aumentando hasta llegar hoy a su máximo tamaño. En términos cuantitativos ha crecido, es innegable. Como también lo es que ha ido empequeñeciendo en sus cualidades. 

Sufrimos hoy la mayor crisis del proyecto europeo. Ya en las elecciones de 2014 los sondeos arrojaban datos interesantes: el sentimiento de pertenencia a Europa comenzaba a descender, sobre todo entre la ciudadanía de los países más dañados por la crisis financiera. No es casualidad: no hace falta viajar para imaginar que otros países tienen la sensación que tenemos en España, donde Bruselas es vista como quien aparece entre las sombras, guadaña en mano, a recortar nuestros derechos -según el reiterado mensaje de nuestros responsables políticos-. 

Cada vez resulta más difícil entender cómo las mercancías, los capitales, las armas, los terroristas se mueven con más o menos facilidad por nuestro territorio y sin embargo los trabajadores, los derechos de la ciudadanía, las garantías sociales se esfuman al cruzar las enterradas fronteras. Europa lleva demasiado tiempo esperando a que alguien llegue a completarla: es un proyecto cojo. Muy reforzado en cuestiones económicas y totalmente desvalido para las sociales. Hoy además podemos denunciar que en las humanitarias está siendo lamentable y sin duda, vergonzosa su respuesta ante los refugiados sirios. 

Quizá el problema de quienes nos sentimos decepcionados sea que creímos en algo que no existía. Realmente quisimos sentirnos integrados en un proyecto igualitario, solidario y referente para el mundo, haciendo gala de la democracia, la justicia social y los derechos humanos. Sin embargo, y no sin dolor, últimamente comprobamos que Europa en realidad era un entramado bien articulado para facilitar determinadas relaciones que, en la mayoría de los casos, no prioriza el bienestar de sus ciudadanos ni de quienes llegaban a ella. Lleva años fagocitando a sus propios hijos, a esos que nos llamaban "cerdos" (PIGS) y ahora aumenta sus fauces para arrasar con quienes acuden pidiendo auxilio. 

Cada vez más lejos de aquel proyecto, de aquellos hombres con una visión humanista de largo plazo. Cada vez más cerca de convertirnos en la marioneta que algunos siempre quisieron que fuésemos. El aliado perfecto para implantar un sistema inhumano. 

Como si de una macabra broma se tratase, los clásicos ya advirtieron del rapto de Europa. Y para más ironías, se la llevaba un toro, según la versión más extendida. No olvide el lector lo que el toro de Wall Street representa: la fuerza del poder financiero de Estados Unidos.