Cuenta Pablo Fernández en su monumental libro 'Valoración de Empresas' (La auténtica biblia de la valoración de empresas en español) que en la época del estraperlo, un estraperlista le ofreció a otro una serie de latas de sardinas, para venderlas a muy buen precio. El comprador aceptó la propuesta y, al poco tiempo, llamó enfadado al vendedor porque, una vez abierta una de las latas para comprobar su contenido, descubrió que las latas estaban vacías. El vendedor, sorprendido, le dijo “pero hombre, ¿cómo se te ocurre abrirlas? Estas latas son de las que se venden, no de las que se comen.” La historia que relata Fernández se refiere a todas esas empresas cuyo valor en el mercado no se sostiene ni en sus ventas ni en sus beneficios presentes o futuros, sino en el valor que le otorgan los demás. Así, empresas con beneficios nimios o largamente negativos, reciben valoraciones astronómicas a la espera de que alguna vez exploten y logren todo su potencial. Cuando eso ocurre, hablamos de visionarios con propuestas arriesgadas. Cuando no ocurre, hablamos de estallidos de burbujas, como la sucedida hace ahora 20 años con la primera generación de empresas digitales.

Los economistas suelen decir que existe una burbuja en un activo cuando la valoración de mercado está por encima de la valoración fundamental, entendiendo por fundamental el valor intrínseco que genera el activo: en una empresa, sus beneficios anuales. En una propiedad, la rentabilidad obtenida, por ejemplo de su alquiler. Cuando ambas variables se separan demasiado, existe el riesgo de burbuja y suele terminar con importantes caídas de precios, pánicos y derrumbes de fondos. La última burbuja que vivimos en España, la burbuja inmobiliaria, estalló simultáneamente en todo el planeta, con efectos muy diferentes en función tanto de la exposición de los países a la misma, como en función de lo que se endeudaron los agentes económicos para sostener artificialmente los precios. En Estados Unidos, la burbuja se multiplicó por cientos de veces debido a la proliferación irresponsable de derivados de crédito y productos estructurados, en un esquema que suponía que cualquier deuda podía sostener un entramado de diferentes productos financieros estructurados hasta el infinito. Cuando subieron los tipos de interés y se produjeron los impagos, el endeudado castillo de naipes se derrumbó estrepitosamente.

El problema que tenemos con los criptoactivos es todavía más complejo. A ciencia cierta, no se puede hablar exactamente de burbuja, pues un criptoactivo no tiene valor fundamental, es decir, no ofrece ninguna rentabilidad en sí mismo, sino que todo su valor depende de la valoración que haga el mercado de él. En otras palabras, podríamos decir que los criptoactivos son una burbuja por definición: algo que sube de precio y cuya tenencia, en sí misma, no genera ninguna rentabilidad. Podrían ser también los granos de arena de la playa o los tulipanes. Elegimos los criptoactivos por la narrativa económica que los acompaña, el de una sociedad digitalizada y moderna donde el dinero es liberado del poder de los bancos centrales y donde los intercambios son seguros sin contar con el poder del Estado. Es decir, un activo que funciona fuera del control de los poderes públicos. Una especia de anarcocapitalismo digital. Esta narrativa está siendo combinada por algunas personas sin escrúpulos con un batiburrillo de mensajes pseudoreligiosos que mezclan a Ayn Rand, Peter Thiel y a Paulo Coelho hasta el punto de que ya se puede hablar del potencial de algunos de estos grupos piramidales como sucedáneos de sectas psicodestructivas.

Ya está. No hay más. Comprar bitcoins puede servir para venderlos después, como las latas de sardina del estraperlista, o para intercambiarlos por algunos productos que aceptan el pago. Nada más. Por eso es tan volátil y por eso las decisiones de inversión son puro análisis técnico, que es aquél tipo de análisis que intenta predecir el funcionamiento de los mercados en función de los patrones de su evolución pasada. En otras palabras, los criptoactivos solo se sostienen en la confianza que ofrecen en el mercado. Pese a que muchos de sus defensores ven en los criptoactivos algo así como la resurrección del patrón oro frente a las denominadas monedas “fiat” -es decir, aquellas cuya confianza se basa en el respaldo de algún banco central- lo cierto está en que incluso el oro es un medio de cambio fiat: tiene valor como activo de refugio, pero, en sí mismo, salvo que uno se dedique a la orfebrería o a la alta tecnología, sirve para poco salvo que llegado el momento lo vendas al precio que quieran pagar por él.

¿Está entonces el mercado de criptomonedas condenado a sufrir una caída? No lo sabemos: puede que después de estas semanas de inestabilidades, las criptomonedas vuelvan a crecer con muchísima fuerza en el futuro. Puede que veamos una oleada de nuevos ricos que compraron barato y venderán muy muy caro. La cuestión es precisamente que no lo sabemos. Si los bancos centrales comienzan a aceptarlas como medio de pago o si grandes empresas -como en su momento hizo Tesla- comienzan a aceptarlas de manera permanente, quizá tengan fuertes subidas. Si los bancos centrales comienzan a emitir, como parece que están pensando hacer, moneda digital propia, puede que su valor caiga frente a las mismas. No lo sabemos, porque no tienen nada que las respalde salvo el sentimiento del mercado. Son latas de las que se venden, no de las que se comen. Si me permiten un consejo, busquen latas de las que se comen, diversifiquen sus inversiones, busquen asesoramiento profesional y desde luego no se dejen llevar por los criptoprofetas que comienzan a inundar las redes sociales. Siguiendo las palabras de Warren Buffet, probablemente el inversor más exitoso e inteligente de los últimos 100 años, con permiso del clásico Benjamin Graham, no invierta en cosas que no comprende.