Este mes de mayo se cumplen diez años de la serie de acontecimientos que llevaron a que España solicitase apoyo del Mecanismo de Estabilidad de la Unión Europea, el MEDE. España se daba de esta manera de bruces con la cruda realidad, que iniciaba su camino con la intervención del BFA, matriz de Bankia, despojando a las cajas de ahorros fundadoras de sus negocios bancarios y concentrándolas en una entidad nueva que, tras permanecer durante años en manos del FROB, llevó adelante una reducción de capital para poder sanear su balance y terminar siendo fusionada con Caixabank, el banco, a su vez, de otra caja de ahorros, la Caixa, una de las pocas entidades que sobrevivieron al proceso de reestructuración. Con el arranque del proceso de rescate de Bankia, España aprovechó los fondos del Mecanismo de Estabilidad para sanear todo su sistema financiero, a través de la recapitalización de las entidades más dañadas, la puesta en marcha de un “banco malo” -la SAREB- que se haría con gran parte de los activos inmobiliarios que en aquel momento eran tóxicos, y la reconfiguración de todo el sistema financiero español.

En efecto, al comenzar la crisis financiera de 2009, España contaba con 55 entidades con capital nacional, a las que habría que sumar 47 entidades cooperativas de crédito y cajas rurales. En aquellos momentos, las cajas de ahorro suponían más del 50% de los pasivos de nuestro sistema bancario. Tras el proceso de reestructuración, que ha costado a las arcas públicas más de 40.000 millones de euros -la cifra global invertida, incluyendo los avales públicos y los créditos fiscales, hacen que la cifra total se aproxime a los 100.000 millones-, el número de entidades bancarias sobrevivientes es notablemente menor: 11 entidades activas, con un total de 100.000 trabajadores menos que en 2012, y un cierre de más de 20.000 oficinas, la mayoría de ellas situadas en las zonas rurales. El proceso de reestructuración debido a la mala gestión de las cajas de ahorro y su excesivo endeudamiento se ha mezclado con una década de bajos tipos de interés y bajas rentabilidades, la irrupción de las tecnologías Fintech, que compiten directamente por los clientes y los nuevos servicios; y una serie de crisis reputacionales que comenzaron con el escándalo de las preferentes, siguió con las tarjetas black y la falta de profesionalización de los consejos de administración, las valoraciones excesivas de las operaciones de ampliación de capital de algunos bancos, y, últimamente, las quejas por una aproximación inadecuada a los mayores y a los vecinos de zonas rurales.

De esta manera, la banca mantiene todavía importantes retos en materia de rentabilidad y capital reputacional. Mientras todo ello ocurre, se siguen especulando con fusiones cuyo único objetivo es reducir costes operativos y mejorar la rentabilidad de las acciones, y se trabaja en la línea de ampliar los servicios que se ofrecen a empresas y particulares, como la gestión de los fondos Next Generation para las empresas o las herramientas de asesoramiento financiero en materia de ahorro e inversión para los particulares. Las finanzas sostenibles y responsables ganan también peso en la agenda de nuestra banca, aunque queda todavía mucho camino por recorrer y algunos de los anuncios que se escuchan -que este o este banco lideran la inversión “verde”- suelen esconder detrás prácticas de inversión en sectores con impactos muy negativos en términos ambientales y sociales.

Lo que se ha perdido durante el camino de estos años es el modelo de banca de proximidad que ofrecían las cajas de ahorro. Debemos recordar que, al menos estatutariamente, la mayoría de ellas tenían como objetivo favorecer el desarrollo socioeconómico de sus territorios, algo que no aparece en ningún objetivo de las entidades bancarias resultantes del proceso de consolidación. Pero esta desaparición del modelo de las cajas se debe imputar únicamente a aquellos que pervirtieron su modelo de gobernanza para convertir unas entidades nacidas con un propósito social en máquinas de altos salarios, decisiones imprudentes y poco control público. Del motor económico que fueron las cajas de ahorro en los años ochenta y noventa del pasado siglo, cuando todavía mantenían una gobernanza sólida y alejada del intercambio de prebendas entre unos y otros grupos de presión, sólo quedan ahora los rastros, y algunas excepciones muy honrosas que han mantenido, durante estos años de locura y pánico, una política prudente y apegada al territorio. Los restos del gigante que fue Bankia -producto de la “fusión fría” (así se llamaba entonces) de Cajamadrid, Bancaja, Caja Insular de Canarias, Caja Ávila, Caja Segovia y Caja Rioja- sólo quedan las oficinas que sobrevivan en el proceso de ajuste en su fusión con Caixabank. De un sistema financiero plural y aterrizado en el territorio hemos pasado a un modelo concentrado, con retos de rentabilidad, con una importante competencia digital y con pocas herramientas para atender a sus clientes más tradicionales y fieles. En definitiva, un sistema financiero con muchos retos todavía por delante.