De poco sirvieron los esfuerzos diplomáticos y las buenas voluntades. La semana pasada, Vladimir Putin ordenó la invasión terrestre de Ukrania, primero por las zonas del Donbás que se reconocieron como independientes, luego por el norte del país. Todavía no conocemos el alcance de la invasión rusa, pero todo parece indicar que el objetivo de la operación es deponer al presidente ucraniano e instaurar un régimen títere, satélite del Kremlin, al estilo de la Bielorrusia de Lukashenko, el único país que no forma parte del Consejo de Europa y cuyo régimen es una dictadura oscura y anticuada.

Como no podía ser de otro modo, la respuesta de occidente ante la agresión no ha caminado por la vía militar, pues el resultado de esa reacción habría sido catastrófico: nadie en su sano juicio quiere entrar en una guerra abierta contra una potencia nuclear dirigida por un loco totalitario. Sin embargo, el paquete de sanciones que se ha preparado, en contra de algunas opiniones poco informadas, es un paquete lo suficientemente bien armado como para hacer que Rusia pague las consecuencias de sus actuaciones.

En primer lugar, la congelación de activos rusos en el exterior va ha hacer mucho daño a los oligarcas que han crecido a la sombra del dictador ruso, y el cierre de los principales banco del país al sistema de intercambios de información bancaria SWIFT va a prácticamente aislar el sistema financiero ruso del sistema financiero internacional. Al mismo tiempo, se han impuesto medidas suficientes como para que el Banco Central Ruso no pueda defender el derrumbe de su moneda, al impedir la venta de sus reservas internacionales. A estas medidas, que pueden suponer un importante varapalo económico a Rusia, se unen otra menos efectivas pero que en términos simbólicos tienen juegan también su papel: la negativa a realizar competiciones internacionales en el país daña irreversiblemente la imagen del mismo para millones de personas en todo el mundo. La suspensión del Nord Stream 2, el gaseoducto germano ruso implica también el cierre de la cooperación eurorrusa en materia energética, aunque no se ha paralizado, de momento, la compra de gas proveniente del país.

Puede que las sanciones suenen poco proporcionales frente a la invasión de un país soberano, pero la comunidad internacional debe mantener algunas medidas en la cartera por si la situación empeora. Otras sanciones incluirían la prohibición de exportar o invertir en el país, el establecimiento de aranceles especiales sobre los productos rusos o la expropiación de activos.

Por supuesto que todas estas medidas generan daños económicos en Rusia al tiempo que dañan a las empresas europeas que mantenían relaciones económicas con el país, pero es este precisamente el coste que deberíamos compensar: la Unión Europea debería establecer desde ya un régimen compensatorio para las empresas que sufran los resultados de las sanciones económicas hacia Rusia. La Unión Europea es un enano político pero es un gigante económico, con un PIB combinado de más de 10 veces el PIB Ruso -que es, de hecho, muy similar al PIB de España. La Unión Europea y sus aliados deberían tener el suficiente potencial económico para que las sanciones a Rusia fueran efectivas y tener, al mismo tiempo, la capacidad de poder aguantar el pulso con el país.

Con todo, los meses que vienen no serán fáciles. El régimen económico internacional liberal está pensado para que los países participantes respeten ciertas reglas del juego, y si no se respetan, como es el caso, se abre la posibilidad hacia una carrera hacia el fondo en el camino del proteccionismo y el repliegue nacional. Las voces que en los últimos meses han elaborado sobre la necesidad de promover la autonomía estratégica de la Unión Europea tienen ahora un nuevo argumento para seguir insistiendo en la necesidad de reforzar el papel de la política industrial europea y dar pasos en la sustitución de importaciones, una fórmula que ya mostró, en los años 60 del pasado siglo, sus magros resultados prácticos.

A ese nivel, los nacionalistas ya han ganado: se incrementa la desconfianza entre los países y se refuerzan las capacidades nacionales frente a las ventajas del comercio internacional. En un mundo en el que cualquier sátrapa puede poner en jaque el sistema de seguridad colectiva del continente, los llamamientos a mantener una economía abierta en un régimen cooperativo suenan demasiado ingenuos. Es una lástima que sea así, pero los defensores de ese régimen deberíamos pensar en lo que la economía política y la geoeconomía nos puede enseñar, que es bastante. A largo plazo, las tesis de Putin ganan: lo que importa es la seguridad nacional y no el frágil y complejo entramado de interdependencias que hacían impensable una nueva guerra en Europa. No les faltará tiempo a los nacionalistas de todos los cuños para hacerse eco de las conclusiones de esta injusta y demencial guerra.