¿De verdad malos tratos? Hay cosas que te dejan hecha polvo. Después de leer a Primo Levi, la vida es cieno y desolación. Así que ahí está un poco a trasmano, en la parte de nuestra modesta biblioteca donde se mezclan en intencionado desorden las atrocidades de la intransigencia. Un amigo le contó a mi altocargo que había ido de ¿turismo de expiación? a un campo de exterminio nazi y que lo que le apuñaló el alma fue ver amontonados los zapatos y las maletas de los niños. Desde entonces, no sin que se le note, abrevia con él en las citas, pretexta excusas inverosímiles (mi abuela está muy chunga, se acaba el tercer tomo de cuentos de Henry James) y se las pira. Sencillamente, no puede disociar la cara y la voz de su amigo de la montaña atroz.

Caniles es un pueblo de esa parte de Andalucía sobre la que los viajeros románticos escribirían poca cosa: frío, pieles cuarteadas por el sol, las heridas ciertas de la pobreza andando por la calle. Algunos emigrantes volvieron, montaron bares, se los bebieron. En mi geografía profesional sin embargo, Caniles es dueño del primer renglón. Me dijo el director, niña, corre el rumor de que hay fiebre del oro en Caniles, vete a ver.

Cogí mi libreta, mi boli, una camarita de fotos de primera comunión y un autobús que tardó tres horas y tres de vuelta. Allí nadie había visto oro desde los romanos. Pero me salió un repor (El oro de Caniles puede esperar) muy collejo a tres columnas, que agrandó mi vanidad y el currículo incipiente. Así que ese pueblecito se me quedó en los adentros.

Y ahí estaba hasta que el miércoles un boleto de la radio contó que la Guardia Civil había encontrado en su casa de Caniles el cadáver de María, degollada en medio de un gran charco de sangre en la cocina. Y me dio por pensar que María podría haber sido cualquiera de aquellas amables y risueñas señoras con delantales y escobas en sus puertas que no dejaban de sorprenderse (y sentí que admirarse) de ver a aquella niña periodista preguntando calle arriba, calle abajo. Y empecé a llorar, como escribe Alfonsina Storni, con esas lágrimas que contienen el dolor de siglos.

Me maldije y me sentí culpable. Culpable por haber cooperado con mi olvido a la digestión cotidiana de la información sobre los crímenes machistas como el parte del tiempo, el índice de las bolsas y del estado de las carreteras. Culpable porque si hubiera sido cualquier otra aldea distante y desconocida, la lluvia de estas horas habría aligerado el escozor de la conciencia.

La puta verdad es que dos días después del asesinato de María no existía ya una sola mención en los medios, su cadáver ya había sido devorado por el enorme agujero negro de la indiferencia, mientras en las vallas publicitarias de ciudades y carreteras andaluzas se puede ver a una mujer sonriente. La foto de María no está entre ellas.

Malos tratos 2

La puta verdad es que los responsables últimos de esta edulcoración del drama de las mujeres no son los inventores del feminazismo ni sus jaleadores políticos. Las culpables somos nosotras/os? enzarzadas en debates trascendentales sobre el pin parental y el sexo anal, mientras María yace degollada en un charco de sangre en la cocina de su casa. Nosotras, que la hemos descontado sin mayor regomeyo, como una tara más de estos raros tiempos invertidos en los que Primo Levi y las montañas de maletas y zapatos infantiles hayan existido jamás. La sombra del pasado, la brutal arrogancia de los verdugos de siempre.

María ha sufrido malos tratos. ¿Quién va a sonreír ahora por ella?