En algún sitio a medio camino de ningún lugar, mi altocargo flota desde hace semanas en una nube de pesimismo ilustrado. Lo dijo algún poeta: no era todavía la muerte, pero tampoco era la vida.

Vive a golpes con sus viejas  convicciones. La razón se le ha quedado morcillona, como en sus peores gatillazos. Habla solo, recita poemas de Blas de Otero, se muda a mundos que ya no existen: cabinas telefónicas, panfletos oliendo a tinta, fiebre de sexo y vino peleón.

Su lista de culpables no admite réplica. Primero fueron los economistas, la gente se hundía en los pantanos de la crisis pero ellos seguían telepredicando como si nada les fuera en el desastre.

Ahora vienen siendo los sabios de la sociometría: politólogos, sociólogos y listólogos de los platós que fabricaron un mundo de titulares a medida de sus clientes. Sucedió que las encuestas y los sondeos perdieron la partida con la maldita realidad. Y ellos siguen ahí, sin ni siquiera balbucear una disculpa.

Si alguien le hubiera dicho a mi altocargo hace quince años que la vida a la izquierda iba a ser Putin y a la derecha Trump, se hubiera descojonado blandiendo toda su prosapia keynesiana.

Lo peor de esto de la posverdad es la cara de gilipollas que se les está quedado a todos los socialdemócratas de buena voluntad, se lastima mi altocargo. Este rastro de lija en el paladar de todos los días.

El festín del cadáver de la señora Barberá ha sido una espectacular demostración del Poder (el de verdad, el de toda la vida, el que proviene de Dios y la derecha de siempre y la monarquía y la banca y la iglesia administran sin necesidad de sondeos ni redes sociales).

Admirable el montaje para españolizar a sus muertos y sacar hasta la última gota de zumo de rendimiento político. Es suya la maestría (y la desvergüenza)  de apoderarse de las víctimas, de la misma manera que de la bandera, de la patria, del dinero, de los jueces, de la policía, mientras van y vienen de Suiza.

Pobre Rita Barberá, ya alcaldesa eterna de las Españas, a la que tuvo que dejar tirada Rajoy para saciar la conjura mediática y víctima mortal de las hienas del periodismo de mierda y del gastado discurso de la corrupción.

Embutido en el bucle de su melancolía, dice mi altocargo que con Rita Barberá de cuerpo presente al menos deberíamos sacar dos conslusiones:

Una. Restauración formal de la presunción de inocencia, pisoteada por los politizados profesionales de la justicia, la policía y la guardia civil y sus ansias de protagonismo.

Dos. No es cierto que la muerte nos iguale. Y no sólo por Labordeta. Si el que se muere es, un suponer y dios no quiera, Griñán o el que se muere es Chaves, de un infarto de soledad o de tristeza, las derechas también le hubieran hecho un homenaje. A la jueza Alaya.