In illo tempore solíamos decir en las tertulias, no sin afectación, esto de los catalanes no se arregla hasta que uno sea presidente de España. A lo mejor habíamos leído a Santos Juliá lo que luego se llamo el “sistema Ikea” de construcción de identidades y ese ni contigo ni sin ti, Cataluña ni separatista ni españolista.

Lo decíamos tanto que se lo creyó Miquel Roca y los bancos que lo financiaron (Garrigues Walker y Florentino Pérez buscaron las perras) y se montó un enorme tinglado electoral con unas siglas sonantes (PRD) y un logo que parecía una marca de lejía que se derrumbó con el estrépito de cero diputados y una deuda monumental de la que nunca más se supo.

El invento fue tan catalán que Roca no se presentó por las siglas del la coalición de la que era líder y seña sino encabezando las de su partido de toda la vida, Convergencia i Unió, porque a lo mejor la cosa no era españolizar Cataluña, que de eso ya se encargaba Peret o de catalanizar España, que de eso ya se encargaba Eugenio-saben-aquel-que-diu,  sino todo lo contrario.

Como era previsible la gente se hizo un lío, votó una nueva mayoría de Felipe González, que es lo que exigía el guion de la historia y Miquel Roca y su operación se fueron difuminando en la nada de la que tanto se ocupó Heidegger. De Roca supimos de nuevo treinta años después, cuando yo ya no era una muchacha, como abogado de la Infanta Cristina, en lo que me pareció una obscena metáfora: abogados catalanes para los espantos de la monarquía española.

En el primer aznarismo llegué a creerme que el pacto de las derechas españolas con las derechas catalanas era el final de la transición y que por fin las gentes así llamadas políticas habían superado banderas y territorios. Si seré idiota. Miren la bandera de Colón. Miren los balcones de la Barcelona pija.

Así que cuando Sánchez e Iceta se aliaron en una especie de socialismo comprensivo, una suerte de buenismo entre barricadas, me pareció el camino más corto hacia la inimportancia, el fin del pesecé que tantos dolores de cabeza le han traído a Guerra, a Pepote, a Susana, en fin.

Con unas derechas a las que el 155 les parece una mariconada y salivan con la cárcel, la cárcel y la cárcel de cuantos más mejor y con unos separatistas desnortados y extasiados de ser los mártires de la represión del Estado franquista, estos sociatas parecen una oenegé de ursulinas a punto de ser arrasada por los vientos huracanados de las patrias.

Me dicen que es Iván Redondo, me dicen que son las cosas de Sánchez cabalgando sobre su atrevimiento mesiánico, me dicen que hay muchas y buenas cabezas en ese equipo que se ha convertido en el refugio electoral de la socialdemocracia europea.  

Así que, se dijo Sánchez a sí mismo, que le dijo Corcuera, que le dijo Ábalos, que le dijo (¿por qué no?) Carmen Calvo: si tenemos un serio problema con el interminable problema catalán arreglémoslo con mas catalanes. Una mujer catalana al frente del Congreso y un filósofo catalán al frente del Senado. Y todo eso en plena campaña, posándose por ahí el rugido ensordecedor de los centinelas de las Españas. Este Sánchez, dice, mi altocargo frunciendo levemente el ceño, es un visionario o un loco o un tío con la suerte de cara o las tres cosas a la vez.