Con la muerte del papa Francisco, la Iglesia católica entra en una etapa de definición. Durante más de una década, Jorge Mario Bergoglio impulsó reformas que alteraron no solo la estructura interna del Vaticano, sino también el tono y las prioridades del catolicismo global. Ahora, en vísperas del cónclave que designará a su sucesor, se dirime el futuro de ese ambicioso proyecto de transformación. ¿Seguirá la Iglesia por la senda aperturista de Francisco o se impondrá una restauración conservadora que busque desmantelar su legado?

La sinodalidad: una Iglesia que se escucha a sí misma

Uno de los cambios más profundos introducidos por Francisco fue el concepto de sinodalidad, entendido como una forma de gobierno eclesial basada en la escucha mutua y la corresponsabilidad entre todos los miembros del Pueblo de Dios. El Sínodo de la Sinodalidad, convocado a nivel mundial y culminado poco antes de su fallecimiento, dio voz por primera vez a laicos, mujeres y jóvenes en la reflexión sobre el futuro de la Iglesia. Para ser más precisos, de los 364 miembros con derecho a voto, 54 eran mujeres, una decisión revolucionaria que buscaba democratizar la gobernanza eclesial. Esta apertura sin precedentes pretendía responder al llamado del Concilio Vaticano II a concebir la Iglesia como “Pueblo de Dios”.

Sin embargo, la reacción del ala conservadora fue inmediata. La sola idea de una mayor democratización interna encendió alarmas en los sectores tradicionales, que temen una erosión de la autoridad clerical. Antes incluso de que iniciara el Sínodo, cinco influyentes cardenales críticos —Walter Brandmüller, Raymond Burke, Juan Sandoval, Robert Sarah y Joseph Zen— enviaron al Papa una carta con “dubia” (dudas) sobre el rumbo de la Iglesia. En esa misiva expresaron su rechazo a posibles cambios, cuestionando por ejemplo si “un pastor puede bendecir uniones homosexuales” sin traicionar la doctrina, y mostrando inquietud porque Francisco hubiera sugerido estudiar la ordenación de mujeres al diaconado.

Aunque Francisco respondió reafirmando la necesidad de discernimiento pastoral y recordando que la caridad debe guiar todas las decisiones, el episodio evidenció la brecha ideológica: de un lado, el Papa y la mayoría pastoral abiertos al cambio; del otro, una minoría renuente a ceder privilegios y tradiciones arraigadas.

“¿Quién soy yo para juzgar?”

Otra de las reformas fundamentales fue el cambio de enfoque pastoral en cuestiones de moral sexual y familiar. Francisco suavizó el discurso sobre la homosexualidad, los divorciados vueltos a casar y otras situaciones consideradas “irregulares” por la doctrina tradicional. Su célebre frase “¿Quién soy yo para juzgar?” marcó una nueva actitud de acogida e inclusión que tuvo gran impacto en los católicos de todo el mundo.

Sin modificar la doctrina, el Papa introdujo una lógica de discernimiento personal y pastoral, especialmente visible en la exhortación Amoris Laetitia. Allí propuso que, en determinados casos, los divorciados pudieran volver a recibir los sacramentos, una novedad pastoral que fue interpretada como ruptura por los sectores más rígidos.

Asimismo, en 2021, Francisco permitió estudiar la posibilidad de bendecir a parejas del mismo sexo bajo ciertas condiciones. Aunque no aprobó de forma generalizada estas bendiciones, el gesto fue visto como una señal de apertura inaceptable por parte de los guardianes de la ortodoxia moral. Para ellos, el próximo Papa debe “reafirmar la enseñanza clásica” sin ambigüedades y dejar atrás la etapa de “confusión doctrinal”.

Migrantes, pobreza y clima: la agenda social que irritó a la derecha

El perfil social de Francisco también lo enfrentó con la derecha política y económica dentro y fuera de la Iglesia. El Papa latinoamericano se erigió en voz de los pobres, de los migrantes y de la justicia climática, en abierta oposición a las corrientes neoliberales y al negacionismo ambiental. Desde sus primeras encíclicas y viajes apostólicos, denunció las “causas estructurales de la pobreza” y alertó que "las ideologías que promueven la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera generan desigualdad"​. Catalogó al consumismo sin freno como una “economía que mata” y fustigó la idolatría del dinero por encima de la dignidad humana. Su encíclica Laudato Si’ (2015) fue un aldabonazo sobre el cambio climático, culpando a la actividad humana desmedida del deterioro del planeta, lo que le valió ataques de sectores negacionistas. En paralelo, en cada tribuna llamó a acoger a los refugiados y migrantes “descarados” por un sistema global injusto, condenando las políticas nacionalistas de muros y exclusión.

Esta firme visión social convirtió a Francisco en “una piedra en el zapato” para líderes de ultraderecha alrededor del mundo. No es casual que figuras como Donald Trump, Matteo Salvini, Giorgia Meloni o Viktor Orbán manifestaran poco entusiasmo —cuando no abierta hostilidad— hacia el Papa. Para esta corriente identitaria, resultaba intolerable que el Vaticano estuviera dirigido por un pontífice ecologista, tolerante con la homosexualidad, anticapitalista y beligerante con las políticas antimigratorias”.

El legado reformista de Francisco, en juego

Con Francisco desaparecido, la pugna se traslada ahora al terreno de la sucesión. El próximo cónclave decidirá si la Iglesia continúa la senda de apertura iniciada o si gira hacia posturas conservadoras. En principio, la balanza numérica favorece el legado de Francisco: la mayoría de los cardenales electores que participarán en la elección del nuevo Papa fueron creados por él durante su pontificado, lo que augura una asamblea inclinada a la diversidad geográfica y pastoral que promovió. De hecho, Jorge Bergoglio rediseñó el mapa del Colegio Cardenalicio al nombrar prelados de las “periferias” —Asia pasó de 10 a 23 cardenales electores entre 2013 y 2025, y África de 11 a 18​—, disminuyendo el peso relativo de Europa.

Este legado hace que el cónclave de 2025 sea uno de los más diversos de la historia, con votantes de todo el mundo y, potencialmente, con sensibilidad a las prioridades pastorales de Francisco. Sin embargo, nada está garantizado: la ultraderecha eclesial confía en poder influenciar el resultado.

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