Las posibilidades con las que contaba Isabel II de ser coronada en su momento eran remotas. La que ocupara el trono británico durante 70 años no ostentaba el primer puesto en la línea de sucesión, pero la abdicación de su tío Eduardo y la muerte de su padre, Jorge VI, hicieron que quedase en posición de asumir la jefatura del Estado. La ceremonia que oficializaba la sucesión se celebró en junio de 1953, dieciséis meses después de la muerte de su padre. Sin embargo, mientras que para los británicos fue una jornada histórica, para la monarca fue un momento muy incómodo y lleno de dificultades.
El 6 de febrero de 1952, el rey Jorge VI fallecía. Más de un año después por motivos de luto, una Isabel II de tan solo 27 años sería proclamada reina. La ceremonia, envuelta en todo el simbolismo, la ostentación y la parafernalia propias de un acto de dicho calado, encerró tras de sí un gran sufrimiento, especialmente físico, para la nueva jefa de Estado. En primer lugar, Isabel II llegaría a la Abadía de Westminster sola, en un carromato de casi 200 años de antigüedad y en las consiguientes condiciones de un vehículo tan longevo. El propio Jorge VI ya expresó en su momento sus quejas al respecto de este protocolo, del que dijo que fue “uno de los paseos más incómodos” que tuvo en toda su vida. Años después, Isabel II haría una afirmación parecida.
La ‘tortura’ de la coronación
En lo que respecta al atuendo de la ceremonia, Isabel usó un vestido de seda blanco que llevaba bordados los emblemas florales de las distintas naciones de la Commonwealth en hilos de oro y plata, perlas, lentejuelas y cristales. A ello hay que sumar el Manto del Estado que llevó sobre sus hombros, una capa de terciopelo de cinco metros de largo con un peso tan grande que fue necesaria la ayuda de seis damas de honor para llevarla. El peso y la rigidez de las prendas que se vio obligada a llevar convirtieron la ceremonia en una tortura para la monarca, que apenas podía moverse. “En un momento estaba yendo hacia la alfombra y casi no podía moverme”, señalaba Isabel.
Luego, llegó la coronación propiamente dicha. Sobre la cabeza de Isabel sería colocada la corona de St Edward, una joya confeccionada en 1661 en oro puro, de 31,5 centímetros y más de dos kilos de peso. Las voluptuosas medidas del objeto causaron que Isabel II no pudiese mirar hacia abajo ni realizar movimientos bruscos con el cuello, porque corría el riesgo de rompérselo. Un carromato tricentenario, ropajes pesados e incómodos y el peligro patente de sufrir daño físico de graves consecuencias fueron los calvarios a los que tuvo que hacer frente Isabel en su coronación. En el 69 aniversario de la ceremonia, la propia monarca recordaba aquel día como “algo horrible”.