En una monarquía constitucional, reinar consiste en no estorbar. El principal mérito de la recién fallecida reina Isabel II ha sido justamente ese, aunque en el lenguaje política y periodísticamente correcto a no estorbar se le llame neutralidad.

Cuando los expertos repasan los errores de Isabel a lo largo de su extenso reinado de siete décadas, solo mencionan menudencias, hechos políticamente insignificantes como haber tardado demasiados días en comprender el profundo impacto popular de la muerte de Lady Di o haber acudido demasiado tarde a la población galesa de Aberfan donde el derrumbamiento de una mina acabó con la vida de 144 personas, la mayoría de ellos niños.

Se diría que los méritos reales de Isabel II fueron más simbólicos, protocolarios y sentimentales que propiamente políticos: lo que sucede es que cuando la capacidad de simbolizar al Estado y de emocionar al pueblo es tan rotunda e inequívoca como lo fue en su caso, simbolismo y emocionalidad se transmutan en hechos políticos, o mejor dicho, se transmutan directamente en política.

En sentido estricto, en ninguno de los acontecimientos de relevancia ocurridos en el Reino Unido en sus 70 años de reinado tomó Isabel parte alguna: ni en la implantación del Estado del Bienestar en los 50, ni en el proceso de descolonización de los 60, ni en la entrada del país en el Mercado Común en los 70, ni, por supuesto, en el controvertido Brexit que lo sacó de la Unión en 2020. En todos los casos, el mérito de Isabel fue hacerse a un lado.

Garantizar la continuidad de la monarquía; no interferir en las decisiones electorales del pueblo ni en la acción del Gobierno democráticamente elegido; resignarse de buen grado al declive imperial de Gran Bretaña o morderse la lengua ante las conductas como mínimo impropias de no pocos miembros de la Familia Real: a poco más que eso se reduce el legado material de la soberana.

Entonces, ¿a qué tanto ruido y llanto por su muerte? Pues a que Isabel ha dejado en herencia a su hijo Carlos y al país un valioso legado inmaterial cuya naturaleza y contenido no son fáciles de precisar, pero sin cuya existencia cierta no se habrían filmado tantas y tan buenas series y películas sobre ella. Algo muy valioso para la gente has dejado tras de ti cuando has logrado que tu vida inspire a personas de tantísimo talento como las que han ideado, escrito, producido, protagonizado y dirigido una serie de tan excepcional calidad como 'The Crown'.

Como soberana constitucional, Isabel hizo lo que tenía que hacer: no estorbar; como jefa de una Familia Real en tiempos poco realistas hizo algo mucho más difícil: preservar el respeto del pueblo a una institución políticamente anacrónica y aun irrelevante si se quiere, pero de un altísimo valor emocional.

Los elogios desmedidos de la prensa de todo el mundo a la figura de Isabel quizá obedezcan no, como proclaman hipócritamente, al reconocimiento de un legado político inexistente en el sentido estricto de la expresión, sino a la necesidad que tenemos en estos tiempos líquidos de abrazar e identificarnos con algo tan sólido institucionalmente y tan elegante y refinado estéticamente como la monarquía británica. La realeza de Inglaterra es como los muebles de Ikea: su precio es bastante asequible, su calidad es muy aceptable y su diseño es extraordinariamente inspirado.

Aunque inmaterial, el legado de Isabel es que Gran Bretaña no se haya hecho republicana pese a los muchos motivos que tenía y tiene para serlo; su legado es haber sabido ganarse y conservar el reconocimiento y el cariño de un pueblo frío y distante en general pero singularmente entregado y teatrero en lo que a su Familia Real se refiere.

‘Consternación’ es la palabra que más se está utilizando para definir cómo se siente hoy el pueblo británico. Vale, tal vez no sea para tanto, tal vez 'consternación' sea mucha palabra, pero ¡qué no daríamos en este país por tener una figura política que despertara apenas la mitad de simpatía de la que despertaba la pobre Isabel entre su gente: la suficiente simpatía como para haberse hecho acreedora de una serie como 'The Crown'! No es improbable que en los siglos venideros, si es que hay siglos venideros, la gente recuerde a Isabel no por su reinado, inevitablemente gris en una monarquía constitucional, sino por haber inspirado a los creadores de una ficción inmortal.