Decía el poeta alemán Heinrich Heine en el siglo XIX que “donde se queman libros, al final, también se acaba quemando gente”. Vaticinó uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad: el holocausto nazi. El 10 de mayo de 1933 cientos de personas se congregaron en la Plaza de la Ópera de Berlín para quemar libros que consideraban subversivos con la doctrina nazi. La impactante escena fue organizada por el ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels. Hace 89 años de aquello y, pese a que pueda resultar anacrónico -que lo es-, a día de hoy en España se debate sobre la censura de libros por obra y gracia de Isabel Díaz Ayuso.

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha emprendido una particular cruzada contra la Educación en las aulas y los contenidos sobre igualdad o desarrollo sexual. En su afán por cercenar cualquier atisbo de diferencia, Ayuso pretende censurar conceptos como “resiliencia” o “diversidad” de las asignaturas de Biología y Geología. El portavoz parlamentario de Unidas Podemos, Pablo Echenique, afirmó este miércoles en el Congreso que “Ayuso está a cuatro cervezas de quemar libros en la Puerta del Sol”. A buen seguro la acometida de Ayuso contra los libros no será tan espectacular. La censura es menos traumática en términos visuales, pero igualmente dramática.

Sería una hipérbole decir, como Echenique, que Ayuso va a quemar obras, pero el objetivo es el mismo. Las llamas eran el instrumento censor otrora.

La primera gran quema de la historia registrada se produjo en la Biblioteca de Alejandría (Egipto). Los expertos creen que el 75% de la literatura, la filosofía y la ciencia griega antigua se perdieron y las llamas más devastadoras fueron las del Museo y el Templo de Sarapis, las dos partes que conformaban la Biblioteca de Alejandría. Del orden de 20.000 rollos de papiro ardieron. Los historiadores responsabilizan a los cristianos, pero no existe un consenso unánime sobre esto. Lo que sí es seguro es que inspiró a otras civilizaciones.

Los libros son fuente de conocimiento y saber. Hitler lo sabía y su ministro de Propaganda, Goebbles, también. Es por ello que en los primeros meses del Tercer Reich el régimen nazi organizó la quema de libros. Miles de ejemplares de autores como Karl Marx, Sigmund Freud, Erich María Remarque, Kurt Tucholsky o Carl von Ossietzky fueron arrojados a la hoguera.

Todas estas obras y muchas otras fueron reducidas a cenizas. Goebbles quería lanzar un poderoso mensaje: la diversidad no era tolerable. Solo era el principio. En septiembre del 1935 se aprobaron las deplorables leyes de Núremberg, la legislación contra los judíos alemanes. El resto es historia.

La extrema derecha en Estados Unidos

La ultraderecha aborrece la educación. Se nutre de la ignorancia y por ello acusan de adoctrinamiento todo lo que se aproxime a la diversidad cultural y el respeto por la diferencia. Es por ello que la tienen tomada con los libros. Según la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos, el año pasado hubo 729 intentos de censura de 1.597 libros en bibliotecas escolares y/o municipales. Habitualmente, estas solicitudes suelen realizarse por libros de temática homosexual, transgénero, violencia racial o feminismo. Cuando no se logra, hay quienes se toman la justicia por su mano y, literalmente, quemar libros. La enajenación es tal que en febrero de este año un párroco de Tennessee hizo un llamamiento para quemar libros de “brujería” entre los que figuraban las sagas Harry Potter y Crepúsculo. Greg Locke, líder de la Blobal Vision Bible Church, encabezó el lanzamiento de ejemplares al fuego organizado en Nashville

Y este es solo uno de los muchos ejemplos de asociaciones ultras y/o católicas que abogan por la censura. Una práctica que trasciende Estados Unidos.

Astérix y Tintín, a la hoguera

No muy lejos del “hogar de la libertad” ha arraigado la nada salubre costumbre de destruir lo que resulta ajeno a la ideología propia. En la provincia canadiense de Ontario, la comisión escolar de Providence, custodia de 30 planteles católicos y francoparlantes en el suroeste de la región, redujo a cenizas algo más de 4.700 obras de sus bibliotecas a finales del pasado 2021.

Las autoridades de la comisión acordaron que los contenidos de estos casi 5.000 libros eran “inapropiados” y estaban “desfasados”. Justificaron su quema en base a la presencia de estereotipos negativos de los pueblos indígenas del país. ¿El objetivo? Favorecer la concordia y reconciliación entre sus habitantes.

El contexto histórico de las obras condenadas no era importante para los “guardianes del saber autóctono”, que precipitaron al pensamiento crítico hacia el abismo. Toda obra que esbozase una imagen racista -o potencialmente discriminatoria-, sexualizada o irrespetuosa con culturas indígenas fue arrojada a las llamas o, las que más suerte tuvieron, al reciclaje.

Eliminaron de la faz de la tierra todo lo que contenía un término similar a “indio” o “esquimal”, con connotaciones negativas desde años atrás. Radio-Canada accedió a un vídeo de la purga cultural y el posterior ritual. Las cenizas de las obras arrojadas al fuego se convirtieron en abono para un árbol, convirtiendo así “lo negativo en positivo”.

España no se libra de las cruzadas

A pesar de la diversidad de crímenes culturales de esta índole en España, llama poderosamente la atención lo ocurrido en octubre del año pasado en Castellón. Se antoja reseñable porque la censura fue bendecida por la Justicia. Abogados Cristianos, una asociación ultracatólica, emprendió su particular Cruzada para alejar a los niños de la Educación sexual LGTBI y preservar pura su alma de corrosivos -a su juicio, claro- conocimientos.

El desenlace de esta historia, a pesar de todo, fue favorable para la cultura, la libertad y la diversidad. Pocas semanas después de la decisión de la magistrada, el titular del Juzgado de lo Contencioso Administrativo 1 de Castellón levantó la cautelar de su colega y levantó el veto a los 32 libros de temática LGTBI.

El juez concluyó que no existían indicios, ni tan siquiera pruebas, de la presunta “ilegalidad” de estos libros. Además, subrayó en el fallo que el contenido de estos materiales no atentaba contra los Derechos Humanos. De esta manera, entendió que la calificación de estas obras como ilegales destila una “apreciación subjetiva” por parte de Abogados Cristianos.

El libro incombustible

Frente a la censura, siempre quedará el potencial del vocablo. Así al menos lo escenificó la autora de El cuento de la criada, Margaret Atwood, en una campaña para presentar la edición limitada e “ignífuga”, a prueba de una quema, específica para la subasta en la casa Sotheby’s.

La escritora se prestó a este juego, espoleada por los episodios actuales narrados en líneas anteriores. “Las palabras poderosas no pueden destruirse”, rotula la editorial en el vídeo promocional, donde se ve a Atwood provista de un lanzallamas y echando hasta la última gota de esfuerzo para quemar este libro incombustible.