Los jueces también tienen corazón. No pueden no tenerlo. Su deber profesional y constitucional es simular que no lo tienen, pero cuando su trabajo es juzgar hechos cuya naturaleza, aun teniendo derivadas penales, es esencialmente política, sus querencias ideológicas tienen mucho que decir. Y lo dicen. Y cuando su trabajo es juzgar a un tipo que los ha puesto en ridículo ante los colegas de medio continente, su resentimiento también tiene mucho que decir. Y lo dice. No puede no decirlo, pues para no decirlo tales jueces deberían ser santos y no hombres.

Imposible no ver las huellas que la ideología y el despecho han dejado en el auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que señala a Carles Puigdemont como terrorista. Imposible no imaginar al presidente de esa Sala, Manuel Marchena, musitando en la soledad de su despacho el parlamento del desventurado Shylock: “Soy un juez. ¿Es que un juez no tiene ojos? ¿Es que un juez no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenáis, ¿acaso no morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?”. Una representación más castiza, más ligera y menos trágica de las emociones que embargan a la cúpula de nuestra justicia sobre el expresidente de la Generalitat huido nos la ofrece Joan Manuel Serrat: “Entre ese tipo y nosotros hay algo personal”.  

Hay un momento en que los jueces hacen política a la hora de dictar sentencia no porque sean unos prevaricadores, sino porque les es imposible no hacerla, y les es imposible porque la naturaleza de aquello que juzgan está estrechamente vinculada a las convicciones morales, incluyendo en estas no únicamente las clásicas que se refieren al aborto o la eutanasia, sino también las relativas la estructura territorial del Estado, al papel e importancia de la Iglesia en la sociedad u a otras de similar complejidad y envergadura.

Rebelión, sedición, desobediencia

El ‘procés’ fue sin duda un intento de socavar desde las instituciones autonómicas catalanas la integridad territorial del Estado, consagrada por la Constitución y respaldada por la mayoría de los españoles y no menos de la mitad de los catalanes. Para unos juristas los hechos de septiembre y octubre de 2017 fueron rebelión, para otros fueron sedición y aun para otros, los menos, un mero delito de desobediencia. Sus derivadas penales, sean las que fueren, no cabe negarlas, pero el núcleo primigenio de aquellos hechos era político, y precisamente por ser político las sentencias que los enjuician no  pueden dejar de tener un componente fatalmente político.

La sentencia del Supremo consideró los hechos como sedición, pero será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien pronuncie la última palabra. La verdad judicial última sobre el ‘procés’ está en Estrasburgo, no en Madrid. Ya saben el dicho: Estrasburgo no habla el último porque tenga razón, sino que dice tiene razón porque habla el último.

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Y, si las convicciones morales del tribunal europeo sobre los derechos fundamentales que amparan a los políticos del ‘procés’ son distintas de las que tiene la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que preside Manuel Marchena, es muy posible que la sentencia que dicten sean bien distinta. No es un problema de técnica jurídica, pues de técnica jurídica está más que sobrado el Supremo, es un problema de convicciones políticas, de creencias institucionales, es un problema que tiene que ver con qué concepción se tenga de la configuración del Estado y de dónde empieza y termina la legitimidad -y las herramientas- de los políticos para modificar dicha configuración. 

Una imputación problemática 

Todo esto vale como consideración general sobre el proceso judicial del ‘procés’, pero no, más concretamente, sobre lo que está sucediendo a propósito de la controvertida imputación a Carles Puigdemont por terrorismo. La manera en que los jueces están gestionando el caso sugiere, como diría Serrat, que entre ellos y el expresident fugado hay algo personal; no se trata solo de negocios, es decir, no se trata solo de justicia, de aplicar fría y objetivamente la ley a un desconocido, se trata de evaluar penalmente la conducta de alguien que ha menoscabado el prestigio y lastimado la honra de la justicia española ante jueces y magistrados de Bélgica, Alemania, Suiza o Escocia. Solo los santos perdonan humillaciones como esa. Por eso se diría que nuestros jueces están haciendo todo lo posible, primero, para que no haya ley de amnistía y, segundo, para que, si la hay, el enemigo de España Carles Puigdemont no se beneficie de ella.

A ciertas cuestiones políticas, cuando llegan a los tribunales les ocurre como a esas jugadas controvertidas dentro del área sobre las que, aunque se pasen por la televisión una y otra vez, los periodistas deportivos y los árbitros que las analizan no se ponen de acuerdo sobre si son o no merecedoras de la pena máxima. Su dictamen depende en última instancia o bien de la simpatía que profesen a uno u otro de los contendientes o bien la manera en que han venido sentenciando en el pasado trances de juego similares.

A propósito de Schmitt

¿Significa todo esto acaso que la cúpula de justicia española no es fiable porque es mayoritariamente conservadora? No necesariamente. La Sala de lo Penal es fiable y ecuánime cuando juzga a procesados de derechas por delitos comunes, como robar en cualquiera de sus muchas y sofisticadas modalidades, pero en cambio tiende a la benevolencia cuando juzga a esos mismos procesados por delitos vinculados con la política. O tiende a extremar el celo justiciero cuando, como en el caso de los políticos catalanes, se trata de procesados cuya conducta impugna las creencias morales o ideológicas más hondas de sus señorías. 

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Carl Schmitt descubrió que, al igual que en el dominio de la moral la distinción última es la del bien y el mal y en el de la estética lo es la de lo bello y lo feo, en el dominio de lo político la diferencia propia y específica es la de amigo y enemigo, no, naturalmente, en un sentido personal sino colectivo, existencial y, por supuesto, contingente, pues en política no se es amigo o enemigo por siempre y para siempre, más bien todo lo contrario. 

El vocabulario democrático prefiere sustituir el ‘amigo’ y ‘enemigo’ de Schmitt por los términos más políticamente correctos de ‘aliado’ y ‘adversario’, pero en realidad unos y otros se refieren sustancialmente a lo mismo. No hay, seguro, juez del Supremo que no conozca bien las doctrinas del gran jurista alemán; menos seguro parece que hayan extraído de su lectura las lecciones pertinentes. Y es que cuando el dominio de lo judicial queda subsumido en el dominio de lo político, la distinción última que lo define no es lo justo o lo injusto, sino si el justiciable es amigo o enemigo.

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