La última comparecencia de Rita Barberá en público fue, seguramente, de las más difíciles de su vida política. Se produjo en una sala del Supremo donde estaba citada para que el juez Conde Pumpido decidiera si debía levantársele el aforamiento de senadora y ser o no ser procesada, como pedía un juzgado de Valencia, por el caso Taula.

Una Rita apagada

La reconstrucción de la historia por parte de los pocos que estaban presentes en la pequeña sala donde tuvo lugar la vista habla de una mujer que poco tenía que ver con la Barberá ruidosa y desafiante de sus mejores años. Tan apagada que sorprendió a los presentes.

Para empezar, y para mayor sufrimiento de quien había sido calificada por Mariano Rajoy años antes como “la mejor alcaldesa de España”, la llegada de Rita Barberá al Tribunal (abrigo negro largo, pañuelo rojo y zapatos de tacón fino, lo que, como contamos en su momento, se convirtió en causa de una desagradable anécdota) se produjo en casi absoluta soledad. Tan sólo le acompañaba su abogado, José Antonio Choclán, al que pagaba ella. Otro insulto para quien había sido uno de los más aireados baluartes del PP, un partido que, es conocido, provee de defensa jurídica cara y abundante a los miembros de su dirección cuando así lo han necesitado.

Pero Rita ya no era del PP. El silencio con el que le habían rodeado la inmensa mayoría de quienes este miércoles por la mañana en pie le guardaron un minuto de silencio, y una dura conversación con el vicesecretario general Fernando Martínez Maíllo, se lo había dejado claro.

Una caída que tuvo mucho de simbólico

Y así, sola, acudió a la pequeña sala donde le esperaban Conde Pumpido, la abogada de la acusación popular en nombre del PSOE, Gloria Pascual, el fiscal Juan Ignacio Campos y el oficial del juzgado. Y, como si fuera simbólico, al entrar en la sala, como contamos en su momento, Rita Barberá se cayó. Pisó mal sobre los finos tacones de sus zapatos y quedó aparatosamente tendida en el suelo. Acudieron a ayudarle los presentes, y el juez le preguntó si se encontraba bien y en condiciones de declarar, a lo que ella asintió, por lo que se pudo celebrar la vista.

Sin embargo, lo que cuentan los testigos es que Rita, durante todo el interrogatorio, estuvo muy apagada. Sin nada de la chispa, de la agresividad que fueron características en ella. Un tono tan bajo el que mantuvo durante su intervención que que cuando ya había concluido la sesión, algunos de los presentes comentaron extrañados su falta de lucidez, cómo se había mostrado aparentemente algo perdida en algún momento de sus explicaciones, e incluso se especuló sobre la posibilidad de que hubiera tomado algún tranquilizante para poder afrontar el trago.

A la salida, después de despedirse de todos amablemente, incluida la abogada de la acusación a la que se había negado a contestar sus preguntas, Rita dio el único guiño de la mujer que había sido. Le sugirió, medio bromeando, a Conde Pumpido que pusieran “una barandilla” a la entrada de la sala para evitar caídas.

Un epílogo sorprendente, el de “una mujer extrañamente apagada”, para quien había vivido tantos otros actos bajo los focos y las cámaras en medio de explosiones de excesos verbales y gestuales.