En mi ya tan lejana niñez, era habitual jugar “a polis y a cacos, y en alguna que otra ocasión simulábamos un intento de atraco, que por lo general evitaba un poli. En estos simulacros de atraco era inevitable la pregunta intimidatoria que el atracador, armado con una imaginaria pistola o un no menos imaginario puñal o cuchillo, dirigía al indefenso sujeto atracado: “¿la bolsa o la vida?”.

¿Que a qué viene ahora este recuerdo de tan antiguos juegos infantiles, de casi setenta años atrás? Pues viene particularmente a cuento ahora, en estos tiempos de debate público sobre la conveniencia o no de seguir prorrogando el vigente estado de alarma, con algunas correcciones puntuales o sin ellas, con una desescalada progresiva en determinados territorios y hasta que lleguemos, lo más pronto posible, a la tan ansiada como incierta “nueva normalidad” a la que deberemos enfrentarnos, sin duda alguna con muy importantes desafíos para la tan necesaria reconstrucción económica, social y cultural de nuestro país. Porque resulta que desde algunas posiciones políticas se plantea de nuevo el dilema de aquellos tan lejanos juegos de mi niñez: “¿La bolsa o la vida?”.

De niño siempre tuve muy claro que mi vida, como la de cualquier otra persona, era mucho más importante que mi bolsa o la de cualquier otro, por muy cuantioso que pudiera ser el contenido de la imaginaria bolsa en litigio,. Porque, ¿de qué me serviría la bolsa si perdiese mi vida?. Y, por extensión, ¿de qué iba a servirle alguien su bolsa, por muy importante que fuese su contenido, si perdía la vida? Han pasado los años, muchos ya, y sigo pensando lo mismo. Tal vez aquel fue mi primer aprendizaje en pragmatismo. Por ello me sorprenden las opiniones de aquellos que, fundamentalmente desde posiciones de derecha o extrema derecha, se empeñan en defender la extinción inmediata del estado de alarma para emprender ya, sin mayor espera ni dilación, el decisivo desafío de la reconstrucción económica, social y cultural de nuestro país. Parece que quienes defienden esta opción otorgan una clara primacía a la bolsa, y por consiguiente a la economía, economía sobre la vida, olvidándose de que de poco o de nada nos serviría la economía con más víctimas mortales no solo ahora sino también en los más que previsibles y sucesivos rebrotes de este maldito Covid-19, hasta que por fin se consiga una vacuna eficaz y que esté realmente al alcance de todo el mundo.

Nunca como ahora, como mínimo desde hace ya más de un siglo o, según algunos expertos, hasta tal vez desde hace más de tres siglos, el mundo entero se enfrenta a una crisis sanitaria de una extraordinaria gravedad. Sufrimos la primera gran pandemia global. Surgió de improviso, de forma por completo inesperada y nos pilló a todos desprevenidos e incluso con nuestras defensas muy bajas, sobre todo en aquellos países en que las políticas neoliberales habían impuesto drásticos y muy severos recortes presupuestarios y las privatizaciones en los principales servicios públicos esenciales propios de un Estado de bienestar, en especial en sanidad, educación, residencias geriátricas, pensiones, prestaciones sociales, ayudas a la dependencia… Basta comprobar los índices de mortalidad por coronavirus entre los países de nuestro entorno, e incluso en el conjunto de los países de todo el mundo, para constatar hasta qué punto aquellos polvos trajeron nuestros letales lodos actuales. Podemos comprobarlo incluso comparando estos índices de mortalidad entre nuestras comunidades autónomas.

No es ninguna casualidad sino una clara causalidad que aquellas comunidades en las que el neoliberalismo rampante provocó más y más importantes procesos de recortes presupuestarios y privatizaciones en los más sustanciales servicios públicos esenciales -Cataluña, Madrid y Castilla-León- son las que aún ahora siguen sufriendo porcentualmente un mayor número de personas contagiadas y también de víctimas mortales provocadas por el coronavirus.

Pueden y probablemente deben ser planteadas nuevas fórmulas legales como alternativas razonables al mantenimiento indefinido del actual estado de alarma. Lo que no es de recibo es intentar hacerse trampas uno mismo jugando al solitario, como de forma tan cansina como pertinaz viene haciendo la inefable presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con sus reiterados falseamientos de datos, por no hablar ya de su descarada y reiterada incitación al incumplimiento de la legalidad vigente mediante su impulso a incívicas e ilícitas manifestaciones en las calles y plazas de toda España. Estos ejercicios del peor y más mezquino oportunismo político pueden dar réditos electorales a corto plazo, pero resulta que incluso ahora, en el barómetro diario que publica Metroscopia, la propia ciudadanía madrileña sigue avalando la continuidad del estado de alarma. Este dato, que por otra parte es extensible a la opinión ciudadana de toda España, demuestra una vez más que la vida, la propia y la ajena, es siempre preferible a la bolsa. Aunque parece que unos pocos centenares de habitantes del barrio de Salamanca de Madrid prefieren su bolsa, supongo que muy cuantiosa, a la vida; siempre, claro está, que la vida perdida sea la de cualquiera de los que quizá no tengan ninguna bolsa que defender y se encuentren, por ejemplo, entre los miles y miles de nuestros conciudadanos que hacen cola en los comedores sociales para que ellos y sus familias puedan comer algo.

Yo, por mi parte, apuesto como hacía ya de niño: prefiero la vida a la bolsa; ahora, a mi edad, apuesto sin dudar por la vida de todos aunque ello comporta el riesgo de perder las bolsas de todos, o al menos una parte sustancial de ellas. Porque estoy convencido que sin nuestras vidas, cuantas más mejor, no habrá manera alguna de reconstruir económica, social y culturalmente nuestro país, con una bolsa que, con paciencia y esfuerzo, más pronto que tarde recuperemos entre todos.