Pedro Sánchez ha viajado a Pekín para reunirse con el presidente de China, Xi Jinping. Se trata del primero de una serie de encuentros que mantendrá el mandatario chino con líderes europeos. La semana que viene Xi Jinping recibirá al presidente francés, Emmanuel Macron, y a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen. Giorgia Meloni, primera ministra italiana, visitará China pronto. Borrell viajará en las próximas semanas.

Esta ronda de visitas al país asiático contrasta con la tensión que ha mantenido la Unión Europea respecto de China desde 2019. El enfriamiento de las relaciones diplomáticas por la pandemia, las sanciones impuestas por la Unión Europea a dirigentes chinos y el desacoplamiento tecnológico pretendido por Europa, aduciendo amenazas y riesgos para la seguridad nacional, han socavado el entendimiento y las relaciones entre ambas potencias. Pero, ¿a qué se debe esta tensión?

China dejó de ser un gigante dormido. Desde finales del siglo pasado, ha experimentado un rápido crecimiento económico. Gracias a sus avances en ciencia y tecnología y a su desarrollo industrial, se ha convertido en una de las potencias más importantes del mundo. Ha elevado su gasto militar, ha expandido su influencia a nivel mundial y ha aumentado la renta per cápita de sus ciudadanos.

Las instituciones europeas no se caracterizan por su previsión. No midieron el desarrollo económico y social de este país y ahora quieren reducir su dependencia de golpe, cortar de cuajo una relación que hasta ahora había sido dinámica y provechosa para ambas partes. (China asumió el control de nuestras cadenas de valor, posibilitando que millones de sus ciudadanos dejaran atrás la pobreza, y las empresas europeas se enriquecieron por el abaratamiento de los costes de producción).

La Unión Europea ha mantenido una política errática respecto de China. Hasta 2019, nos mostramos indiferentes. No fuimos capaces de prever su explosión económica e industrial y su papel determinante en la configuración de la geopolítica actual.

Esa indiferencia y falta de previsión fueron los primeros errores que cometimos los europeos. Habíamos dado por sentado que mantener a China como fabricante universal a precio de saldo era un statu quo que perduraría indefinidamente. Les cedimos el liderazgo en innovación y desarrollo tecnológico y, a cambio de nada, disminuimos drásticamente nuestra capacidad industrial.

El presidente Sánchez lamentaba en el Foro Económico de Boao las dificultades a las que se enfrenta la industria europea para establecerse en China. Y tiene razón, no hay reciprocidad. Cuando trasladamos nuestra industria a Asia, perdimos la ocasión de firmar acuerdos de cooperación con el gobierno chino que facilitaran la expansión de nuestras empresas en su territorio. Podríamos estar aprovechando las ventajas que ofrece un mercado de más de 1.400 millones de consumidores, cada vez con más poder adquisitivo. O haber logrado compromisos en la lucha contra el cambio climático.  

El segundo error consistió en permitirnos ser arrastrados a una guerra comercial, iniciada por Estados Unidos al ver amenazada su hegemonía económica y tecnológica. Nuestra dependencia militar de la OTAN nos llevó a adoptar una estrategia hostil contra China, instigados por nuestros socios atlánticos. En octubre de 2019, catalogamos a la nación asiática como rival sistémico. Esta postura fue confirmada en una reunión del EUCO llevada a cabo a finales de 2022.

Como consecuencia de esta nueva estrategia, las relaciones entre la Unión Europea y China en los últimos años han sido tensas. Nuestros líderes acuden a las cumbres sin un plan definido, con discursos elevados, como San Pablo en el Areópago, como si no tuvieran interés en reducir la distancia diplomática entre ambas regiones. El último, Charles Michel, Presidente del Consejo Europeo, que fue incapaz de explicar los motivos de su viaje a Pekín a principios del pasado diciembre. Cuando compareció, tras su encuentro con Xi Jinping, se enredó en obviedades y lugares comunes, sin dejar claro cuáles eran nuestros próximos pasos en la relación con China.

Estamos jugando la partida de Estados Unidos sin que nos hayan repartido las mismas cartas. De todas las importaciones de la Unión Europea, el 22% proviene de China, en comparación con Estados Unidos, donde solo un 12% de las importaciones proviene del país asiático. En el año 2000, China representaba solamente el 6% de las importaciones europeas, mientras que para Estados Unidos representaba el 16%. Europa ha incrementado su dependencia de China en 16 puntos porcentuales, mientras que Estados Unidos la ha disminuido en 4 puntos. Reino Unido ha reducido su dependencia en los últimos 20 años, pasando del 19% al 9%. Aumentar la dependencia hasta esos niveles, sin mirar de reojo lo que hacían nuestros socios, fue el tercer error de Europa.

Pero todavía hay un cuarto error. Haberse posicionado en contra de China en 2019 no tuvo sentido. 2023 será el año en que, supuestamente, se concreten los planes de autonomía estratégica y soberanía industrial de la Unión Europea y de los Estados miembros. El proceso debería haber sido el inverso: primero, tendríamos que haber recuperado nuestras cadenas de valor y, cuando hubiéramos logrado cierto nivel de desacoplamiento e independencia, podríamos empezar a plantearnos escalar la tensión bilateral con el que hasta ese momento hubiera sido nuestro principal y casi único proveedor. Como hicieron los americanos y los británicos. Con esta estrategia hostil y precipitada, estamos poniendo en peligro las cadenas de suministro de nuestras empresas.

Los europeos somos víctimas de un fuego cruzado. Seguir a pie juntillas la estrategia de Estados Unidos puede ser perjudicial para nuestros propios intereses. Europa debe tener personalidad y criterio propio en la definición de sus relaciones internacionales.

Las futuras visitas de líderes europeos a China, comenzando con Pedro Sánchez, deben ser una oportunidad para reanudar una relación fundamentada en la cooperación y confianza recíprocas. Al mismo tiempo, es esencial que Europa trabaje recuperar el control de sus cadenas productivas, pero sin comprometer la estabilidad de sus empresas.

Pero, ante todo, Europa debe abandonar la improvisación: la planificación de la política exterior debe ser el timón que guíe cualquier proyecto político, pero especialmente uno tan vulnerable y dependiente en este momento como el europeo.