Parece que reformar el sistema de pensiones a golpe de decreto está de moda en Europa. Macron se enfrentará a tres mociones de censura tras anunciar ayer que utilizaría una prerrogativa presidencial, prevista en la constitución francesa, para aprobar su propuesta sin pasar por el parlamento. En España, Aitor Esteban, portavoz del PNV en el Congreso de los Diputados, lamentaba que el gobierno hubiera decidido tramitar la reforma de las pensiones por la vía del Decreto-ley. No es raro en España recurrir a esta forma de legislar. Juristas y politólogos llevan décadas denunciando el abuso del Decreto-ley en nuestro país. Pero empecemos por el principio: ¿qué es un Decreto-ley?

En España existen tres tipos de normas con rango de ley, es decir, normas que necesitan la intervención del parlamento: Ley, Decreto-ley y Decreto Legislativo. Este último consiste en una delegación al gobierno para la elaboración de una ley dentro de unos límites que, previamente, determina el parlamento. Es poco habitual. En España solo hemos aprobado un Decreto Legislativo esta legislatura. La Ley y el Decreto-ley siguen el camino inverso. Salvo algunas excepciones, son elaborados por el gobierno, y tramitados y aprobados por el Parlamento. ¿En qué se distinguen entonces Ley y Decreto-ley?

Los Decreto-leyes son un mecanismo excepcional. Así lo prevé el artículo 86 de la Constitución, que reserva su utilización a situaciones «de extraordinaria y urgente necesidad». También es excepcional su tramitación. Al contrario que una ley, el Decreto-ley no tiene que recabar informes preceptivos de organismos expertos ni permite la participación de los ciudadanos en audiencia pública. Tiene su lógica. Exigir estos informes dilataría la adopción de medidas ante una situación de urgencia. Basta con un acuerdo de Consejo de Ministros. Una vez aprobados por el Consejo de Ministros y a la espera de su convalidación por el Congreso de los Diputados, los Decreto-leyes entran en vigor y forman parte del ordenamiento jurídico a todos los efectos. Es decir, despliegan sus efectos aun antes de haber sido ratificados por el parlamento.

Antes de treinta días desde su promulgación por el Consejo de Ministros, el Congreso de los Diputados debe pronunciarse sobre el Decreto-ley. Puede convalidarlo o derogarlo por mayoría simple. Tras la convalidación, los grupos parlamentarios pueden pedir que el Decreto-ley se tramite como proyecto de ley. La urgencia no se ve comprometida, puesto que el Decreto-ley ya están en vigor. Tramitarlo como proyecto de ley en el Congreso de los Diputados permite, teóricamente, que los grupos parlamentarios puedan introducir enmiendas al texto y negociar con el gobierno la redacción final. Aunque se haya perdido la oportunidad de que expertos y ciudadanos participen directamente en la elaboración de la norma en la fase anterior, en este momento pueden reunirse con los grupos parlamentarios y trasladarles sus propuestas y preocupaciones. Es otra forma de participación política. El problema es que si un proyecto de ley proveniente de un Decreto-ley no es aprobado antes del final de la legislatura, decaerá la tramitación parlamentaria y el Decreto-ley se mantendrá en vigor en su redacción original. Dicho de otro modo, si la tramitación del Decreto-ley como proyecto de ley no ha finalizado cuando se convoquen elecciones y se disuelvan las cámaras, la norma saldrá del Congreso igual que entró. Las propuestas de los ciudadanos, los expertos y los grupos parlamentarios no habrán servido de nada. Será una norma donde la participación política habrá estado limitada.

La existencia de los Decreto-leyes está justificada y es necesaria. El gobierno de Sánchez ha tenido que enfrentarse a situaciones excepcionales, como la guerra de Ucrania, la pandemia de coronavirus, la erupción del volcán de La Palma o la borrasca Filomena. Sin la figura del Decreto-ley, la respuesta a estos desafíos podría haber llegado demasiado tarde. Entonces, ¿qué es exactamente lo que lamenta el portavoz del PNV? Vayamos punto por punto.

1) En primer lugar, siempre ha habido un abuso de este mecanismo legislativo. Desde que entró en vigor la Constitución, se han aprobado 701 Decreto-leyes. Adolfo Suárez aprobó 97; Calvo-Sotelo, en menos de un año de gobierno, 37; Felipe González, 129; Aznar, 127; Zapatero, 108; Rajoy, 107; y Sánchez, 136. Todos los gobiernos, con independencia del color político, han aprobado Decreto-leyes sin que concurran los presupuestos necesarios. Una técnica legislativa muy habitual es aprobar normativa proveniente de la Unión Europea vía Decreto-ley aduciendo la estrechez del plazo dictaminado por Bruselas. Es el caso de la reforma de las pensiones, aprobada ayer por Decreto-ley en Consejo de Ministros. España conocía el plazo desde que acordó las Disposiciones Operativas del Plan de Recuperación con la Comisión Europea en noviembre 2021. ¿Puede hablarse de extraordinaria y urgente necesidad cuando nosotros mismos hemos provocado la urgencia dilatando indebidamente un compromiso con nuestros socios europeos? Ni el Consejo Económico y Social ni la AIReF ni el Consejo de Estado han podido emitir dictámenes sobre la reforma de nuestro sistema de pensiones. Ni los ciudadanos han podido dar su opinión participando en un procedimiento de audiencia pública. Siempre que un gobierno prescinde de estos trámites sin que concurran los presupuestos necesarios para la aprobación del Decreto-ley se resiente la calidad de nuestras leyes.

2) Como decíamos antes, si un Decreto-ley es convalidado por el Congreso de los Diputados, el Pleno puede decidir si se tramita como proyecto de ley. Esta es una baza habitual empleada por el poder ejecutivo, a través de su grupo parlamentario, en las negociaciones para conseguir el apoyo en la votación de convalidación del Decreto-ley. Se compromete a negociar enmiendas a un Decreto-ley tramitándolo como proyecto de ley y, después, el grupo parlamentario del gobierno, mayoritario en las mesas del Congreso, lo deja dormir el sueño de los justos en la comisión parlamentaria correspondiente, consciente de que si no avanza la negociación quedará aprobado tal y como lo redactó el gobierno. Es por lo que Aitor Esteban sugirió el martes ante la prensa que la reforma de las pensiones era un «lo tomas o lo dejas del gobierno», pues la posibilidad de tramitarlo como proyecto de ley y de negociar con el gobierno cambios al texto es una opción inexistente. Negar a los grupos parlamentarios la posibilidad de introducir enmiendas a una norma, cuando se ha acordado su tramitación como proyecto de ley, socava el carácter democrático de nuestras leyes.

3) A la hora de valorar si concurren razones de extraordinaria y urgente necesidad, el Tribunal Constitucional se pone de perfil. De los 701 Decreto-leyes aprobados en democracia, solo dos han sido declarados inconstitucionales por este motivo. El propio Tribunal Constitucional se suele inhibirse. Mantiene que la valoración de la concurrencia de ambos presupuestos responde a razones «puramente políticas», donde existe un «razonable margen de discrecionalidad». Es una prerrogativa del gobierno sobre la que apenas existe control constitucional.

Aitor Esteban tiene razón. La reforma del sistema de pensiones es una modificación de calado de nuestra economía, con implicaciones fiscales y en la renta de varias generaciones, y que comprometerá la calidad de vida de los ciudadanos. No discuto la utilización del Decreto-ley por parte del gobierno en otros momentos. Pero, en este caso concreto, hubiera convenido que organismos expertos como la AIReF, que llevan años estudiando el sistema de pensiones y haciendo propuestas de mejora, tuvieran la oportunidad de participar en el proceso de elaboración de la norma. Tratándose de una reforma estructural, con tantas implicaciones en la vida de los ciudadanos, estaría bien que el gobierno se animase a tramitarla como proyecto de ley hasta el final, y no la dejará morir en el Congreso de los Diputados, para que los grupos políticos de todas las sensibilidades puedan plantear modificaciones al texto.

Aunque sea una práctica continuada de todos los gobiernos, prescindir de la opinión de expertos obligatoria o de la participación ciudadana resiente la calidad nuestro sistema político. También privar a los diputados de su derecho a negociar modificaciones a la ley cuando la convalidación de un Decreto-ley estaba condicionada a su tramitación parlamentaria. Todo ello, ante el mutismo del Tribunal Constitucional. Si no recuerdo mal, fue Ignacio Astarloa, profesor de Derecho constitucional y funcionario del Congreso de los Diputados, quien advirtió, poco después de la transición, que en España habíamos reemplazado el imperio de la ley por el imperio del Decreto-Ley. Más que un juego de palabras, es la cruda realidad.