Quisiera yo pensar por un momento que la contradictoria relación de la Justicia con los recortados ciudadanos sea en el fondo algo así como lo que le ocurrió al Lazarillo con el ciego cuando le pilló degustando gota a gota el vino que caía del jarro, y si el jarro de vino le hirió, por otra parte con vino le restañó el ciego la herida, recordándole que de la fuente inicial de sus males venía también el remedio.

Por un lado, el ciudadano común y corriente, y si no es él, algún hijo, nieto, sobrino o pariente o vecino –es decir, ahora ya no una minoría sino la práctica totalidad de la población-, aun los que pensaron que nada de esto podía ir nunca con ellos, es despedido, o tiene que tramitar el paro, o reclamar una diferencia de pensión, o afronta un problema de impago, suyo, o de otros que le deben a él y que forzosamente le constituyen en moroso, o pierde su vivienda, y en todos estos casos tiene una relación muy escasamente afectiva con la Justicia, de la que usualmente sale escaldado y con pocas ganas de volver.

A la vez cada uno de nosotros, en tiempos de tribulación como los presentes, ha de recurrir a los jueces, como último recurso, igual que a la tarifa eléctrica del mismo nombre. En muchas cosas son los jueces, valga la reiteración, la última instancia (nombre por cierto de un bar y restaurante en Berlín, Zur Letzten Instanz, que recomiendo visitar, porque sirve excelente cerveza, aunque si acaso un tanto excesiva en sus dosis).

Esto último es lo que ha ocurrido en el fondo con la reforma laboral, o con las hipotecas y los desahucios; que la Justicia, y los jueces que para eso están, han tenido que asumir la carga de aplicar la ley. Al mismo tiempo, los jueces, los de una opinión y de la otra, los de a pie, los que llevan su juzgado al día con el doble de la carga y la mitad de medios que antes de la crisis, los que no salen en los periódicos, han sabido en muchos casos aplicar la ley con humanidad, y han operado como guardianes de las promesas de la democracia, y han encontrado el defecto legal donde todo hijo de vecino podía ver el defecto social y la inhumanidad en concreto.

Los jueces han tenido que hacerlo a veces afrontando críticas bien poco acertadas, de las que ni quitan ni ponen rey, pero ayudan siempre a determinado señor. El balance, aunque provisional, de este modesto y prudente activismo judicial ha sido bueno para la democracia, porque ha contribuido a restañar la profunda herida que en la confianza general en la democracia amenazaban infligir tanto recorte y tanta pérdida de derechos.

La Justicia no solo tiene que administrar el mal necesario por cuenta de toda la comunidad, tiene también que aplicar bálsamo en las heridas, sin importar el efecto negativo que sobre alguna magnitud macroeconómica o sobre la hipersensible epidermis de la prima de riesgo pudiera acaso tener tal exceso de creatividad judicial. Ahora el gobierno de la Justicia está en pleno proceso de renovación. Ojalá que quienes deban designar los integrantes del nuevo Consejo del Poder Judicial sepan encontrar, entre los cincuenta aspirantes proclamados para doce plazas, doce mujeres y hombres justos, que sepan respaldar la independencia de los tribunales en la delicadísima coyuntura actual que atraviesa la Justicia, a menudo muy criticada o poco valorada, pero muy necesaria, porque si bien a menudo hiere, también cura y da salud.

Ocultar las cosas, pasar página y mirar para otro lado, es pan para hoy y hambre para mañana. Si pedimos al guardián que nos dispense algunas de las promesas de la democracia, porque no todas esas promesas constitucionales han naufragado en el piélago macroeconómico en el que nadamos todos, alguien tiene que custodiar al administrador y guardián de esas promesas y protegerle frente a las inevitables presiones y a las evitables reacciones y represalias que pudieran seguirse.

José Folguera es magistrado