El año pasado este balance anual acabó con un único deseo al 2021: que dejara de ser 2020. Y debía hacerlo porque la población estaba exhausta, cansada de restricciones y de tener miedo a un virus desconocido que causó estragos en la primera línea de contención a través de numerosas olas encadenadas que presagiaban que el cansancio no sería flor de un día ni en los centros de salud, ni en las UCI, ni en los mercados ni en las salas de atención psicológica que han incrementado sus agendas a 50 euros la hora.

Los que entienden, o confían, en los propósitos de año nuevo suelen unir el destino del deseo a la capacidad de aspiración de las doce uvas añusgadas en la garganta con cada campanada. Si te comes las 12 uvas te irá bien el año. Algo así como el infantil augurio de que si soplas todas las velas de la tarta se cumplirá lo que tienes en mente. Bien por falta de convicción o por incapacidad de tragar sin bocado mediante al ritmo de la Obregón, el deseo se ha cumplido a medias: el brazo de Araceli marcaba el camino y la cogobernanza y el trabajo de distribuidores y sanitarios ha provocado que un año después sean muchos los que han recibido ya la tercera dosis, el 90% cuente con la pauta completa y las hospitalizaciones y fallecimientos se reduzcan al mismo ritmo que asciende ómicron y nuestra constante de limitar derechos conforme a lo que marque la incidencia, único indicador válido en el imaginario colectivo de los temerosos y enemigo declarado de los que entienden que lo peor ha pasado.

Y entre esas dos formas de encarar lo que queda se encuentran los técnicos, dando una de cal y otra de arena, dejando a los contactos de un contagiado sin cuarentena el mismo día que obligan a tu hijo a ponerse la mascarilla en un parque, solicitando que dejemos un asiento de por medio con los abuelos en la cena familiar mientras reducimos el tiempo de confinamiento de los contagiados, cerrando el ocio nocturno mientras incentivamos al autocuidado, pidiendo toques de queda mientras le decimos a la gente que esto remite. Y entre el vaivén diario de los expertos, el fatalismo de los mercaderes del pánico en prime time, los negacionistas venidos a más y las normas sinsentido, los españoles han sobrevivido a otro año que no hace más que acabar con la misma locura con la que empezó.

Porque qué cordura le íbamos a pedir a un 2021 que arrancó con varias decenas de frikis asaltando el Capitolio y poniendo en jaque la seguridad nacional del país más popular del mundo. Cómo no acabar autoconfinándonos por un test rápido que nos hemos empeñado en hacernos a cada dolor de cabeza si el año de la recuperación empezó encerrándonos en casa con un nevazo espectacular, de un metro de altitud, que pretendía ser retirado a paladas por un Pablo Casado en mocasines y cuatro quitanieves de Ayuso.

El frío horrible de Filomena desabasteció supermercados y provocó que algunos pueblos permanecieran aislados durante semanas. Pero no fue el único caso en el que ciertas compras se retrasaban: dos meses después, en marzo, el Canal de Suez quedaba bloqueado por el portacontenedores Ever Given, encallado de forma horizontal mientras algunas grúas intentaban empujar provocando los memes en la red. A final de año, fueron los transportistas los que amagaron con presentar un escenario poco alentador los días señalados de la Navidad en los supermercados: juego, set y partido. Amenazaron, sabiéndose importantes en un contexto donde el hartazgo ya llegaba a situaciones límite por el incremento de los precios consecuencia del incremento de la luz, y ganaron. No han ganado los palmeros que, pese a que el volcán ya ha remitido, siguen pendientes de la reconstrucción de sus viviendas, de poder volver a mirar al futuro desde sus fincas de viña, plataneras y aguacate.

En lo político el año tampoco ha sido tranquilo. Arrancada la campaña de vacunación y en un movimiento impredecible y que nadie entendió, salvo los gurús de la política y la estrategia desacomplejada, Salvador Illa, hasta ese momento ministro de Sanidad y hombre fuerte del Gobierno para contener la pandemia, dejó sus labores y se convirtió en el candidato del PSC en Cataluña. Miquel Iceta pasaba a ser ministro de Política Territorial, para acabar en Deportes después de dar más vueltas que una peonza, y Carolina Darias se convertía en la nueva encargada de finalizar el trabajo que otros habían empezado. La jugada electoral funcionó: Illa ganó las elecciones, aunque la pinza independentista le relegó al Govern Alternatiu que se han inventado al estilo Pablo Casado para creer que gobiernan.

No funcionó, en cambio, la moción de censura que el PSOE negoció con Ciudadanos de forma subrepticia para arrebatar al PP la Región de Murcia. Algunos apuntan al defenestrado Iván Redondo, otros al caído Ábalos, igual da. Lo cierto es que el bochorno fue espectacular: Ciudadanos se partió, tránsfugas decidieron mantener a López Miras y el relato se volvió idóneo para que Isabel Díaz Ayuso, cansada de compartir poder y alentada por Miguel Ángel Rodríguez, convocara elecciones y dejara a los de Arrimadas como los más torpes de la película.

El PSOE decidió mantener a Gabilondo y pasó de ser el partido más votado al tercero. Ciudadanos se quedó fuera de la Asamblea. Más País, de la mano de Mónica García, se convirtió en el líder de la oposición –aunque, con lo abultado del resultado, esto no es más que ser el primero de los perdedores-. Vox siguió sirviendo de muleta al PP. Ayuso arrasó de tal forma que lo hizo incluso con Pablo Casado. Y Pablo Iglesias se convirtió a nivel nacional en el político caído.

Si previamente aún tenía eco el fiasco de Rivera, Iglesias, convertido en vicepresidente, vivió en sus carnes el ridículo de quien lo pierde todo. Los adalides de la nueva política, los que cambiaron el panorama electoral en nuestro país, los que venían a asaltar los cielos... reducidos a humo: el primero, por un Pedro Sánchez que jugó a las cartas con los pactos y aprovechó la ludopatía del rival; el segundo, por el icono pop de la libertad que solo sonreía frente a un agitado mensaje demodé que vaticinaba que estábamos ante la crónica de una muerte anunciada.

Iglesias e Illa ya habían salido. El primero por salvar al partido en Madrid; el segundo por ganar en Cataluña. Lo que nadie esperaba es la cantidad de nombres que les seguirían sin propósito electoral al que aferrarse. El cambio de Gobierno que Pedro Sánchez realizó en julio dejó a nombres tan importantes como Carmen Calvo, José Luis Ábalos o el propio Iván Redondo, hasta entonces asesor áulico del presidente, frente a la puerta de salida. Gracias y buena suerte. En su lugar, jóvenes líderes de lo municipal –en su mayoría mujeres- para afrontar la segunda parte de la legislatura. Un nuevo aire que se producía semanas después de aprobar los indultos a los presos del procés y dar un sprint por la mesa de negociación.

El nuevo equipo no tardó en tener que ganarse el sueldo. La vuelta de las vacaciones fue ajetreada, especialmente en lo internacional: con el recuerdo de la crisis migratoria de Ceuta hacía apenas dos meses, cuando vidas humanas eran arrojadas al mar como munición por Marruecos en una operación para volver a la ofensiva por el Sáhara Occidental, los talibanes entraban en Kabul y ponían Afganistán patas arriba. La evacuación española fue ejemplar, reconocida internacionalmente, y los puertos de Torrejón, Rota y Morón se convertían en ‘marca España’. Un punto a favor después de ridículos en lo exterior, tales como la cobra de Joe Biden a un Pedro Sánchez que le perseguía por los pasillos de la OTAN como una quinceañera en busca de una foto.

Cobras como la de Leo Messi al FC Barcelona. O de los azulgranas a Messi, según se mire. O la del PP al Gobierno por la renovación de un CGPJ que sigue a la espera de que se pongan de acuerdo. Si lo hicieron, no sin polémica, en el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo y la Agencia de Protección de Datos. Tampoco ha funcionado el matrimonio de conveniencia de Ciudadanos y el PP en Castilla y León: fieles al estilo Ayuso, y aunque critiquen sus formas políticas en una guerra interna que ha marcado el año de Génova, en el PP han decidido acabar el año convocando elecciones y poniendo patas arriba el horizonte electoral. Jugadas internas que, muy probablemente, se decidieron en los diferentes congresos y convenciones nacionales que todos han realizado este año para fijar su hoja de ruta en este segundo tramo de legislatura: la de Sánchez, porque ni siquiera se puede decir que fuera la del PSOE, rendido a su líder, transcurrió como si de un pase de modelos se tratase; la de Casado acabó con Ayuso haciendo que los presentes se atragantasen con el almuerzo; en Vox convirtieron el enclave en un popurrí de platos tradicionales y costumbrismo español; en Podemos vimos a Lilith Verstrynge intentando levantar el ánimo del público con más desgana incluso que el respetable; y en Ciudadanos, poco se sabe, porque poco importa.

Igual que no han importado sus demandas en la negociación de los Presupuestos de 2022, aprobados en la recta final del año y en tiempo y forma, tal y como demandaba la Unión Europea en plena campaña de recepción de fondos. También ha salido adelante la reforma laboral de Yolanda Díaz, pactada con los agentes sociales en la mesa de diálogo social. Por el momento, y pese a que ya está operativa –las empresas tienen tres meses para revisar sus contratos-, no cuenta con el beneplácito de los socios de investidura, que la ven descafeinada y demasiado cercana a los postulados de Nadia Calviño. Tal vez este sea el momento de que los diputados de Ciudadanos sirvan para algo.

Nieve, lava, coronavirus, golpes de Estado y una clase política más pendiente de los cálculos electorales que de los cálculos de país. Podría parecer el epílogo de una distopía catastrofista con muchos efectos especiales. Ha sido 2021. Y, ojo, ha sido mejor que 2020. Que siga.