Y hasta nunca. O eso esperamos decir pronto, cuando todo acabe, porque este año el día 31 de diciembre no es más que la consumación de que todo sigue igual. El miedo sigue instalado por un virus que ya circulaba a principios de este fatídico 2020, pero que, novedoso de él e incautos de nosotros, no fuimos capaces de poner en valor y advertir su peligro hasta que fue tarde. Demasiado tarde. Por ingenuidad o por desconocimiento. No fue hasta el 14 de marzo cuando el Gobierno, mediante decreto de estado de alarma, trató de tomar la delantera a un paradigma excepcional, novedoso y que, sin saberlo en aquel momento, supondría un antes y un después en una idiosincrasia como la nuestra, tan marcada por el calor del entorno cercano.

Diez meses después, y pese a la llegada de la vacuna, la tercera ola está entre nosotros, los contagios crecen, las UCIs siguen congestionadas y los profesionales advierten de que la vuelta a la normalidad no será normal. Incluso los que fuimos más escépticos, quién sabe si por el gusto de llevar la contraria o por pura cabezonería, advertimos hace tiempo que esto no sería pasajero. Este análisis simplón se reproduce esta Nochevieja en cada mesa que añora a parte de la familia. Probablemente incluso se comente en videollamadas realizadas a través de aplicaciones con nombre inglés que no hace tanto eran totalmente desconocidas para una inmensa mayoría.

Hay quien dice que saldremos mejores de esta, menciona la solidaridad del pueblo español o pide capacidad de resiliencia con tono moralista como si su speech profético viniese acompañado de música de gaitas. El resto estamos cansados, y no pasa nada por reconocerlo. Hemos cedido parte de nuestra autonomía en pro del beneficio común. Un ejercicio que todavía estamos aprendiendo, difícil sobremanera por nuestro costumbrismo individualista.

Hemos pedido a los mayores que tengan cuidado, a su edad, cuando se les prometió que las preocupaciones eran cosas del pasado; a los adultos que afronten la incertidumbre laboral como si no supiesen lo que es una crisis; a los jóvenes les hemos estigmatizado, utilizándolos de blanco fácil para probablemente sentirnos mejor el resto; y a los niños, más moldeables, les hemos intentado explicar una serie de normas que ni siquiera en muchos momentos teníamos claras.

La soledad y la muerte se han instalado entre nosotros como nunca antes, y, como siempre, al dolor del prójimo le han salido cantautores buscando rédito: conspiranoicos, negacionistas, ultras. Gentes con cacerola, palos de escoba y megáfonos con demasiado tiempo libre.

Ahora la vacuna se erige como antídoto del pesimista. Ya se inyecta masivamente en personas como Araceli, que a sus años sigue dando una guerra que ya quisiéramos algunos. “¿Lo he hecho bien, verdad?”, preguntaba esta mujer de 96 años que inició la vacunación en España. Y tanto que lo hizo bien. Como el resto de los pioneros que recibieron la primera dosis en sus respectivas comunidades autónomas. Tan bien como podremos hacerlo, esperemos que pronto, el resto. Por nosotros y por los que “no han llegado”, como recordó Mónica Tapias, auxiliar de enfermería y primera sanitaria vacunada.

Y es que es precisamente de ellos de los que solemos acordarnos en estas fechas. La covid-19 nos ha dejado sin muchos. El trasiego de la vida sin otros tantos. Hemos actualizado cifras diarias de contagios y fallecidos como si lo hiciéramos en control remoto. Lo abrumador de cada actualización ha provocado que sea frívolo hablar con tanta ligereza de las cifras. Incluso en momentos del año nos han hecho falta fotografías de una pista de hielo utilizada como morgue improvisada para percatarnos de la dureza de lo que decía ese hombre de pelo rizado y voz ronca cada tarde.

Así que, al 2021, solo una cosa: que deje de ser 2020.