Tras Billy Elliot Las horas o El lector, Stephen Daldry se convirtió en uno de los directores europeos con más proyección; sin embargo, Tan fuerte, tan cerca supuso una relativa caída de esa impresión. Tres años después, regresa a una producción británica aunque de aspecto internacional, Trash, ladrones de esperanzas, una película de claras y en principio buenas intenciones pero con elementos muy extraños que hacen de ella una obra desigual.

 

Basada en la novela de Andy Mulligan, adaptada por Richard Curtis, Trash, ladrones de esperanzas aspira en muchos sentidos a ser el Slumdog Millonaire brasileño. La fotografía, por ejemplo, resulta clarificadora a este respecto, acercándose a la miseria del paisaje, tanto físico como humano, pero mediante un tratamiento lumínico de colores llamativos que desvirtúa en gran medida la grisura del contexto pero que enfatiza, más si cabe, ese aspecto. Hay algo irreal en las imágenes de Trash, ladrones de esperanza, sobre todo porque aspira, en un primer momento, a ser un docudrama, es decir, una ficción con aspecto documental a través del cual introducirse en una realidad mediante un relato ficcional. Sin embargo, lo que acaba siendo es un híbrido, muy en la línea de la película de Danny Boyle, cercano al dramedia con toques de aventura y de thriller, es decir, una película de naturaleza dramática pero con no pocos elementos cómicos, sobre todo en lo referido a las relaciones de los tres jóvenes protagonistas, quienes se enfrentan a un poder descomunal al que acaban venciendo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo mejor de Trash, ladrones de esperanzas se encuentra en sus márgenes, es decir, en aquello que vemos alrededor de los personajes y de la trama ya sea por casualidad o porque sus responsables se han decidido a mostrarlo. Así, todo el paisaje que rodea a la acción se convierte en un magnífico retrato paisajístico de un país lleno de contrastes. Sin embargo, todo esto queda algo desdibujado debido a una narración errática, demasiado larga en muchos momentos, que si bien está bien orquestada en su ritmo narrativo por Daldry, no consigue cuajar convenientemente el entramado narrativo que propone, con auténticos pegotes que podrían haber sido fácilmente suprimidos del montaje final, pero que presentimos obedecen a cuestiones de producción (tanto del dinero de las diferentes productoras como de marcas anunciantes…). La jovialidad y el dinamismo de la historia, enfocado al thriller, no está exenta tanto de comicidad como de drama. Lo primero por la relación de los tres jóvenes –cada uno representa un tipo de personaje- y lo segundo por la situación global en la que se mueven.

 

 

 

 

 

El contraste del país queda muy representando, como decíamos, mediante aquello que vemos en los márgenes, pero la visión de Daldry-Curtis tiende hacia un buenismo y posee una mirada demasiado condescendiente que se hace más evidente, e irritante, según avanza la acción hasta llegar a un final que no solo resulta discutible, sino que posee algo nocivo por su simplicidad y por el mensaje que transmite. Entonces, se entiende que, en efecto, no estábamos ante un docudrama, ni ante un drama, si no ante una amable comedia de aventuras juveniles en la que el contexto miserable y la corrupción estatal que se enriquece frente a las miserias de la población es, en realidad, un paisaje como bien podría ser otro.