Es mi manera de rezar. Siempre que muere un escritor que admiro, abro uno de sus libros y leo un fragmento. No sé si ha sobrevivido en alguna parte de los sucesivos rostros que van aproximándonos a la calavera —nuestra cara definitiva—, pero lo cierto es que aquel joven que fui y que subrayó algunas frases de Flores de plomo, la crónica novelada del suicidio de Larra escrita por Juan Eduardo Zúñiga, ya no existe. Tampoco su autor. Ha fallecido con 101 años, aunque, ya en la treintena, o incluso antes, Zúñiga tenía cara de nonagenario. Independiente, ajeno al fetichismo del éxito comercial y laboriosamente tímido, él sigue mirándonos desde el retrato de las solapas de sus libros, porque, como dijo el poeta, “la muerte no interrumpe nada”.

Zúñiga era uno de esos escritores secretos que siguen siéndolo aún más con cada foto suya que publican los periódicos y con cada premio que reciben. Ni el Nacional de la Crítica ni el de las Letras bastaron, en efecto, para que el gran público conociera su obra. Influyó el que no fuera un maniaco perpetrador de best sellers y sí uno de los grandes maestros del relato breve —lean Largo noviembre en Madrid—; un género en que pocos aciertan, pues lo importante aquí no es poner, sino quitar. Y en los mejores cuentos de Zúñiga hay como un silencio zen, una cualidad que pocos creadores atesoran y que, con gratitud, yo reconozco, por ejemplo, en El mudejarillo y en Sara de Ur de Jiménez Lozano.

Zúñiga, en fin, tenía una barba angulosa y marchita que habría quedado muy bien en uno de aquellos retratos al óleo que poblaban los salones de la aristocracia en tiempos de los zares. Porque Zúñiga era nuestro ruso apócrifo. Un ruso de San Petersburgo nacido en Madrid. Su pasión por la literatura y el mundo eslavos lo acompañó siempre, y esa pasión me recuerda al amor de lonh de los trovadores medievales. Jaufré Rudel, según refieren los cancioneros, se enamoró de “la condesa de Trípoli, sin verla, por lo bien que hablaban de ella los peregrinos que volvían de Antioquía”. Lo mismo le ocurrió a don Quijote con Dulcinea y a Zúñiga con Rusia, ya digo.

Un día, en efecto, aquel muchacho de Madrid se echó a las gafas pálidas y adolescentes una novela de Turguéniev, y cayó rendido de amor. Desde entonces, se entregó a perfeccionar su fervor por todo lo ruso, hasta el punto de que se le orientalizaron los ojos. Reconocía rasgos de Ana Karenina en la panadera del barrio y a Iván Karamazov en un ademán de alcachofa del frutero. Años después, Zúñiga consagraría páginas impagables a contarnos las soledades, galerías y otras trastiendas de la gran literatura rusa. Para entonces ya se le había puesto cara de mujik legítimo y, lo más importante, ya era uno de los mejores traductores al castellano de la lengua de Tolstoi. Dos años antes de la caída del muro de Berlín, le concedieron el Premio Nacional de Traducción.

Juan Eduardo Zúñiga, por lo demás, llevaba unas gafas macizas, hechas de cristal y silencios concéntricos desde los que él miraba el mundo, que para él era el parque del Retiro y el recuerdo de julio y pólvora de la guerra civil. Zúñiga era un autor inteligente y reivindicativo, algo así como un cruce entre Chejov y un sindicalista de Jaén. Ahora bien, su compromiso con el débil, su defensa de la memoria de los que no tienen voz y hasta el derecho a recordar se les niega, no buscaba micrófonos ni primeros planos. Su compromiso poco tenía que ver con el vedetismo de Sartre, y sí con la verdad y la memoria, o con la memoria de la verdad. El estilo de su prosa era la mejor expresión de su carácter elegante, austero, perspicuo. No renunciaba a cierto lirismo, pero Zúñiga nunca confundió la poesía con las yemas de santa Teresa.

Zúñiga, en fin, era un don Quijote que concebía el mundo a través del cerebro práctico de una portera, y eso lo previno de la superstición de idealismos volátiles y utopías de secano. Y se nos ha marchado tal como escribió, con pasión, sin ruido. “¡Que mi estrella no sea la que más resplandezca, / sino la más lejana!”, pudo haber sido su epitafio. Gracias, maestro, por los múltiples paraísos que nos ha dejado en esta tierra.