Hemos asistido estos días a lo que ha sido  una sublimación del despropósito: mucho antes de que la lenta justicia siente  en el banquillo a los protagonistas de uno de los mayores escándalos de corrupción en nuestro país –el caso Gürtel-,  la Sala Segunda  Tribunal Supremo  sí ha sentado en el banquillo de los acusados, con premura,   al juez que destapó el caso.

Lo cierto es que el asunto tiene su  enjundia y, como en todas las cuestiones que atañen a estos temas  judiciales,  hay opiniones divididas y enfrentadas  entre quienes  consideran a Garzón la pieza de una cacería judicial y quienes lo definen  como el  ejemplo palmario de que nadie tiene patente de corso ante la ley.  Y lo cierto es que ambas partes tienen sus  razones. Los unos porque saben que tras este desaforado acoso al juez estrella de la Audiencia Nacional hay viejas rencillas,  odios sarracenos entre antiguos compañeros, envidias, y venganzas por antiguas ofensas no olvidadas.  Y los otros porque son conscientes de que  el juez Garzón  ha dado,  a lo largo de su extensa e intensa labor como instructor, demasiadas  muestras  de su  forma “peculiar”  de instruir y,  por tanto, pueden entender que  ha errado gravemente al ordenar la grabación de conversaciones entre  los acusados y sus abogados.

Pero el tema no está en si Garzón  se equivocó o no al dar esa orden. El tema está en si lo hizo a sabiendas de que estaba cometiendo una ilegalidad; es decir, a sabiendas de que estaba prevaricando. Porque es precisamente de eso, de prevaricar  -el peor de los delitos que puede cometer un juez-  de lo que se le acusa.

Y lo cierto es que a lo largo del juicio, al margen de las simpatías o las antipatías que el personaje pueda despertar,  las pruebas que se han ido acumulando ante el tribunal no evidencian, ni mucho menos, ese ánimo de prevaricación. Porque, ¿Qué hicieron entonces los fiscales que apoyaron las medidas del juez, o el mismo juez Pedreira que le sustituyó  en la instrucción y que mantuvo dichas medidas? ¿Por qué no se sienta también  en el banquillo? Pues probablemente porque  no ha pisado tantos callos ni se ha granjeado tantos odios dentro de la judicatura.  Y, si eso es así, el ciudadano medio, lego en estas materias, puede llegar a pensar que también entre  los que acusan y quizás entre  los que juzgan podría haber un cierto tufillo prevaricador.

Victoria Lafora es periodista y analista político