La propuesta, que a los ojos de los menos informados parece eficaz y ahorradora, no es más que una fórmula para privatizar los servicios públicos esenciales y reducir al sector público a la beneficencia, con el consiguiente deterioro de la provisión del servicio, la desigualdad y el atraso.

Los servicios públicos han de ser universales, gratuitos y financiados con impuestos progresivos. Sin embargo, no en todos los países y en todas las épocas esto ha sido así. Los sistemas de provisión de servicios públicos, entonces, pueden clasificarse en función de quien los recibe: aquellos sustentados en la beneficencia o los que se basan en la universalidad.
La beneficencia suministraba servicios a aquellas personas de menor renta a partir de una transferencia voluntaria de los más favorecidos a instituciones piadosas a las que confiaban su caridad.

Así existían casas de socorro para los huérfanos, hospitales de pobres, las casas de misericordia para las embarazadas vergonzantes, casas de socorro para los huérfanos o las casas de expósitos también llamadas inclusas. La caridad de los más ricos financiaba la piedad de las instituciones pero también servía para mantener anestesiado un ejército de pobres que sin la limosna, la merced o el socorro tendería a ser levantisco o revolucionario.

Los más pudientes sostenían su salud, educación y vejez con su propio peculio, hacienda o heredad, sin la necesidad de satisfacer las necesidades básicas de los menos favorecidos salvo, como he dicho, a través de la caridad y la limosna. Es ahí donde la Iglesia se hace fuerte como gestora de la merced y el socorro.

La beneficencia, en realidad, se compone de dos estructuras bien diferenciadas. La estructura privada de Educación, Sanidad o Ahorro de los más pudientes, y, al margen, la estructura de caridad que protege a los más necesitados. Esta última sufre, como no podía ser menos, un deterioro evidente dada la escasa capacidad financiera de la piedad, y, por lo tanto, hace que la beneficencia ahonde en una desigualdad programada.

Los socialdemócratas no abogamos solo para que los servicios sean públicos, sino para que sean sobre todo universales. ¿Por qué? Porque la universalidad garantiza la provisión pública de la mejor Educación, Sanidad y Servicios Sociales, cobertura contra la contingencia de la muerte, la vejez o el desempleo, y a todos por igual. De esta forma, incluso los de mayor renta, reciben dicha provisión universal de tal manera que se garantiza la continua mejora de los servicios nacionales.

No se trata sólo, entonces, de que sean públicos sino de que sean universales. Uno de los hitos más relevantes de la universalidad fue el informe que redactó el director de la London School of Economics, William Henry Beveridge, en el que abogaba por la universalidad de los servicios públicos para que pudieran ser sostenibles, de tal forma que cualquier ciudadano por el mero hecho de ser británico tenía el derecho a poder participar en los resultados que proporciona el crecimiento económico a partir del papel redistribuidor de la Administración.

Un alumno de la London, posteriormente convertido en primer ministro, el laborista Clement Attlee, utilizó el Informe Beveridge para implantar el Estado del Bienestar en el Reino Unido, de tal forma que los servicios públicos serían desde entonces universales y por lo tanto sostenibles por todos.

Del mismo modo en los países más avanzados, Alemania, Suecia o Noruega, los ciudadanos gozarían de servicios públicos universales, cuya calidad se mide por el hecho de que la familia más adinerada de la localidad lleve a sus hijos a un colegio público, sean atendidos por un hospital público o reciban una cobertura pública, por el mero hecho de que son inmejorables.

A partir de la crisis del setenta y tres y la llegada de un turboliberalismo económico en ayuda del reducido acervo ideológico conservador, numerosos líderes de la derecha han preconizado, como medida eficaz, desligar a los más adinerados de los servicios públicos -bien haciéndoles pagar por ello, bien retirándoles su suministro-, con el fin de romper la universalidad propia del sistema socialdemócrata.

Así, la trampa es evidente, se privatizan los servicios para aquellos que pudieran pagarlo y, de una forma u otra, el Estado provee a los más necesitados en forma de beneficencia, con el consiguiente deterioro del servicio al no estar implicado en él el resto de la población., justificando posteriormente su privatización.

Los conservadores españoles, con cierto retraso, como siempre, siguen la senda de sus hermanos mayores y proponen, sin rubor, sin saber que puede haber alguien que se conozca esta historia, la separación del servicio público a los más favorecidos, o, como en no pocas comunidades autónomas, el deterioro del servicio público a partir de bajas dotaciones presupuestarias para poder explicar la mejor eficiencia de la provisión privada.

Incluso lo venden como una medida que garantiza la supervivencia del sistema público, mostrando más necedad que trampa, rompiendo la universalidad y abriendo paso a la privatización. Por eso ellos son conservadores y nosotros no.

Antonio Miguel Carmona es Secretario de Economía del PSM-PSOE
www.antoniomiguelcarmona.wordpress.com