A Moisés se le apareció Dios dentro de una zarza ardiente en el Sinaí y a Gabriel Rufián se le ha manifestado en una página incandescente de Libération. “Pirómano independentista” le llama el rotativo francés de izquierdas. Al diputado separata se le reprocha que eche más leña al fuego del procés —nacido para encubrir la corrupción del ‘caso 3%’— pidiéndole cuentas a Pedro Sánchez por los políticos secesionistas entrullados.

Dejarlos libres como golondrinas para que vuelvan al balcón de la Generalitat sus nidos amarillos a colgar, eso es lo que le exigía Rufián al presidente del gobierno en última instancia. Y lo hacía con esa voz suya lenta y redichona, muy en su papel de Marcelino de ERC, que el pan y el vino se lo zampó una tarde que fue a visitar a los Jordis, cuando estos vivían en Soto del Real torturados por las canciones españolistas de Manolo Escobar que un grupo de presos les ponían a todo trapo.

El paje de Junqueras teatralizaba en el Congreso aspaventando mucho (su manita izquierda era como los pies de Fred Astaire) lo que había ensayado antes frente al espejo de su habitación. Se notaba que el adolescente tardío se había trabajado la coreografía. Para darle credibilidad a sus intimidaciones, Rufián aplastaba la barbilla contra el esternón, robusto de butifarras e ideologemas indepes, y miraba a Sánchez como un bou al carrer a punto de embestir. El gran jefe ni se inmutó. Le respondió con elegancia y desgana, y el pirómano secesionista pasó en un segundo de ser el Vito Corleone de Santa Coloma de Gramanet a un espantapájaros chamuscado.

Quien con fuego juega se quema, advierte la filosofía popular, y este refrán le viene como anillo al dígito a don Gabriel. Porque para el diputadín, lo mismo que para Heráclito, el fuego es el arché, el principio universal, y más ahora que se afianza julio en el Meteosat y llegarán con él dos meses de hogueras, ese alfabeto demótico de las llamas que acecha en una cerilla imprudente o en el cerebro de los terroristas medioambientales para destruir, otro verano, los bosques cada vez más alopécicos de Iberia.

El fuego es la hípica de ascuas que saltan de monte a monte en la sequía estival de España, pero también el dios presocrático de Rufi, pues para el pirómano independentista el paraíso terrenal no está en los prados ecológicos y humanistas de Garcilaso, sino en la savia quemada de un pino. Siempre que el pino sea español, claro, y pueda meterlo en las checas de su Twitter junto a Pedro Duque, a Susanna Griso, al juez Llarena, a la Aemet y hasta a Lucilio si se pone plasta retuiteando las epístolas morales de Séneca, qué coñazo estos clásicos. Vamos, cualquiera puede ser víctima de la histeria rufianesca. Sobre todo quien no aplauda su mesianismo indepe, sus gracioserías a la violeta o sus incoherencias, como cuando proclama urbi et orbi no reconocer al Estado español —la palabra España es a los procesistas lo que el ajo a los vampiros—, pero en cambio no hace ascos al sueldo estatal por exhibir su odio remunerado y el lacito bilioso en el escaño de la carrera de San Jerónimo.

Estos profetas del “un sol poble” son así. Mientras le retuercen el gañote a la historia y se llenan los huecos de las muelas hablando de libertades conculcadas, de su Sturm und Drang de tractores y peras, de constituir una raza superior humillada —el independentismo no es progresista, sino reaccionario, pero esta gente prefiere a Carl Schmitt antes que a Diderot—; mientras perfeccionan, en fin, su victimismo, su bolsillo y su obsesión por el luto, no dudan en recuperar el pasado textil catalán multiplicando lazos en la pechera al tiempo que cosen estrellas amarillas en las mangas de los que no piensan como ellos. Eso sí, atizando el fuego a su favor y responsabilizando a otros de sus desgracias. Sin complejos ni retortijones de conciencia. Con un par. “Así piensan las ovejas enfermizas”. Palabra de Nietzsche.