No podemos dejar de celebrar el Día del Libro, a pesar del invierno súbito, de las amenazas víricas, de momento sin mascarillas, ni de las bombas sobre Ucrania, corazón herido hoy de Europa. No celebrar la literatura es dejar de festejar nuestra memoria, lo mejor de nuestra especie contra la barbarie y la sinrazón que nos sigue golpeando, más que nunca.  Para los que amamos la palabra y nos dedicamos, con mejor o peor fortuna, al oficio de plasmarla por escrito, el 23 de abril, es sin duda un día grande y a festejar siempre. Tradicionalísima fiesta, además, en algunos lugares como Aragón y Cataluña y, de forma especial en Barcelona, la festividad de Sant Jordi aúna santo patrono, festividades regionales, tradiciones arraigadas, y la celebración del libro. En España es una tradición tan potente y consolidada que, aunque se trató de copiar en NY, no ha tenido el calado que, en Madrid o Barcelona, y es sólo comparable con el amor que se le profesa a la literatura y el fenómeno que supone en México, en especial en la ciudad de Guadalajara y su Feria del Libro. Irónico resulta pensar que se festejan las defunciones gloriosas de Miguel de Cervantes, el Inca Garcilaso y William Shakespeare, justo en el momento en el que nos desembrazamos, aun con temor porque el virus sigue ahí, del embozo deshumanizador de las mascarillas.

Las redes sociales se han convertido en escaparate y parada de los lectores con los autores de su gusto, como viene proliferando desde que se iniciara el necesario confinamiento. El sector del libro comienza a recuperarse, a pesar del cambalache circense de cómo los escritores de verdad, de toda la vida, los que han hecho de la palabra su vocación, su camino y compromiso, sean desbancados por monstruos televisivos a los que la negritud escribana de los editores le hacen los textos, así como influencers, youtubers, instragramers, y toda clase de fauna y flora de la estupidez contemporánea.   Los autores hemos perdido también conferencias, lecturas, ciclos y presentaciones, además de contratos que estaban en negociación o libros previstos que se posponen no se sabe para cuándo. Contra la adversidad nos esforzamos, a pesar de nuestras pérdidas personales y profesionales, en poner buena cara a este mal tiempo, con lecturas, recomendaciones de clásicos o autores contemporáneos por las rrss, como están haciendo prácticamente todas las editoriales grandes o pequeñas.

Especialmente emocionante ha sido el discurso de aceptación del Premio Cervantes de las Letras de Cristina Peri Rossi, que leyó en su lugar la actriz Cecilia Roth, ante la imposibilidad de asistir de la escritora premiada, por motivos de salud. Peri Rossi abandonó la dictadura uruguaya para llegar a España donde otra feroz dictadura oprimía la libertad”. Recordó que en Uruguay “como castigo mis libros y hasta la mención de mi nombre fueron prohibidos. Salvé la vida milagrosamente”. Pero desde entonces no esconde que en su vida, y su literatura, ha mandado el compromiso. “En mi vida he intentado desfazer entuertos y luchar por la justicia”. ¿Y qué es el compromiso?, se preguntó: “Compromiso es todo, desde un artículo contra Putin o un homenaje a las mujeres violadas en Ciudad Juarez hasta los relatos de Cortázar. Tan compromiso como escribir un poema lírico que exalta el deseo entre dos mujeres o entre un hombre y una mujer”. En este quijotesco y cervantino discurso, no han faltado las alusiones a la guerra de Ucrania, país en cuyas universidades se han formado los mejores traductores de español del mundo, cuando ha dicho “mientras caen las bombas en la culta Europa”. Insólita, pero no por motivos de salud, ha sido la ausencia del señor director del Instituto Cervantes, en la entrega del Premio Cervantes -redundo por lo chocante del asunto-, Luis García Montero. Como ha destacado el periodista cultural Jesús García Calero. No había otro momento, según parece, para viajar a México a recibir un legado, que la señalada fecha de la efeméride de Cervantes, y día del libro, que se celebra, siempre el día 23 de abril, o en su víspera.

Escribió el “príncipe de las Letras Castellanas”, el nicaragüense Rubén Darío, al que yo dediqué mi novela “La Princesa Paca”, que “el libro es fuerza, es valor, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor”. No es mala reflexión, ni son malas perspectivas para nuestra lengua y cultura, a pesar de los virus, de la economía, y de la falta de estímulos para sus profesionales e industria, en momentos en los que hay quien asegura que el español y su legado se impondrán en el mundo. Varios lingüistas argumentaban hace ya unos años en las páginas de The International Herald Tribune que la lengua inglesa domina el globo terrestre, en calidad de idioma de comunicación universal, como ninguna otra lengua lo ha hecho en la historia, y que “Nunca será destronada como reina de las lenguas. Los expertos reconocen, sin embargo, que al igual que le sucedió al latín, el inglés se está fragmentando y podría seguir su destino de desaparición, y que hay más hablantes nativos de chino, español o hindi. Está claro que, al fin y al cabo, tanto los estudiosos como el medio son ingleses, y que arrimaban el ascua a su sardina. Gracias a los hermanos de la otra orilla, a Hispanoamérica, y a los esfuerzos desde esta, a día de hoy, en el Imperio de la lengua española sigue sin ponerse el sol. Nuestro deber es servirla bien, cuidarla, y hacerla crecer, a salvo de quienes la manosean, porque sobrevivirá a la pandemia, y a nosotros.