El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont, instalado desde ya casi un año en su refugio en la pequeña población belga de Waterloo como huido de la justicia española, sigue siendo un elemento fundamental en la política catalana. Un elemento tan fundamental como distorsionador y perturbador, con una influencia decisiva en amplios sectores del movimiento independentista. En especial en el sector de JXCat formado por sus seguidores más incondicionales y entusiastas, pero de un modo u otro también, con mayor o menor ímpetu, por lo poco que queda ya del exconvergente PDECat en el interior de JXCat, así como por parte de ERC y sin duda alguna por las CUP.

Con su sucesor Quim Torra actuando a modo de presidente vicario o suplente, Puigdemont condiciona de forma decisiva la política catalana, y por extensión al conjunto de la política española. Sigue empeñado en acabar de liquidar los ya muy mermados restos de la histórica CDC de Jordi Pujol y Artur Mas, sigue también obsesionado en fagocitar a ERC y tiene como único objetivo político claro la constitución de un gran movimiento independentista y populista con él como líder exclusivo y excluyente, indiscutido e indiscutible. Quizás las suyas sean unas motivaciones políticas, pero es innegable que personalmente tiene motivos más que sobrados para plantear un reto tan ambicioso: le aguarda un futuro judicial muy complicado, que todo apunta que puede acarrearle muchos años sin poder volver a pisar el territorio español.

Tiene como único objetivo político claro la constitución de un gran movimiento independentista y populista con él como líder exclusivo y excluyente

En declaraciones a Hert Belang van Limburg, un periódico flamenco próximo a las opciones del secesionismo catalán, Puigdemont ha afirmado que cree que podrá regresar a Catalunya antes de que pasen 20 o 30 añosu, que al parecer es la condena de prisión que piensa que le puede ser impuesta por el Tribunal Supremo, “porque Catalunya entonces ya será independiente”… Dijo asimismo que “Catalunya ahora es más independiente que hace un año”, sin precisar en qué basa una afirmación de tanto calado político y sin precisar cómo se mide el nivel de independencia de un territorio.

Ignoro qué impresión habrán causado estas declaraciones de Puigdemont entre sus seguidores más adictos e incondicionales, aquellos que practican aquello de la adhesión inquebrantable o, por decirlo en román paladino, de la fe del carbonero, capaces de comulgar con ruedas de molino. No obstante, lo cierto es que establecer ahora un plazo de menos de 20 o 30 años para proclamar la independencia de Catalunya, cuando de forma pública y solemne el mismo Carles Puigdemont, entonces presidente de la Generalitat, anunció una hoja de ruta que en un máximo de 18 meses iba a convertir a Catalunya en la República Catalana, no es algo que pueda contribuir precisamente a ilusionar a nadie. Excepto a los ilusos, a los ya muy ilusionados de antemano, a los fieles que se consideran poseedores de la única verdad verdadera. Para muchos de los demás seguidores independentistas, en el conjunto del cada vez más complejo y diversificado universo secesionista, a buen seguro que recordarán una conocida frase: “¡Cuán largo me lo fiáis!”