Albert Rivera es el Mortadelo de la política española. Como el personaje de cómic de Ibáñez, él también posee un infinito fondo de armario de disfraces. No uno para cada viñeta, sino tres o cuat­ro para la misma, pues Rivera es un tipo que cambia de chaqueta más rápido que las modelos de falda en la pasarela Cibeles. Es el hombre orquesta de la guardarropía. Lo mismo se te viste de Clark Kent que de Marianne, solo que sin el magullado gorro frigio y con la bandera española fanfarroneando mucho en el aire de Colón. Nada lo cohíbe, nada lo limita. Be water, my friend es su lema.

En efecto, todos lo hemos visto ponerse la barba tormentosa de Marx en sus quijadas de plastilina (¿recuerdan cuando Ciudadanos era un partido de centro izquierda?). También hay fotos que lo muestran disfrazado de labriego de Gucci para purificar con una cabeza de ajos el país desde la cabina de un tractor. Incluso se vistió de nudista en un cartel electoral en el que Albert sale con cara de burgalés, lo que no significa que Rivera sea de Burgos, claro, y respingando mucho la nariz, como si se defendiera de un mal olor.

Rivera es un prestidigitador del disfraz y un saltimbanqui de la duda metódica. O de la duda a secas. No iba a apoyar la investidura de Rajoy hasta que su mejor asesor, que es una margarita campestre con mucho tictac de pétalos, sí, no, sí, no, le hizo cambiar de parecer. Hace dos o tres años rechazaba el 155, y ahora es el único número que pone en la quiniela cuando juegan el Madrid y el Barça. Ha dudado incluso de que el PSOE sea un partido constitucionalista, pero ni siquiera consulta el horóscopo para pactar con Vox, una formación esta de la que monsieur Valls dijo que “ensucia el alma”. Y pagó cara la sensatez.

Rivera, efectivamente, no toleró que el francés le afease sus besos negros al macho cabrío de Vox, y el otro día puso a don Manu de patitas en la calle como quien dice. Pero por si acaso ya le ha encargado a su escudero Sancho Villegas que compre una pastilla de jabón Lagarto, ese que elimina hasta las manchas más profundas de reaccionarismo y ultraderecha. Se frotan bien las siglas del partido, se aclaran con un powerpoint de Arrimadas, se tienden al sol y listo. Pero no es tan fácil borrar la mancha de la mora, que ni con otras mil verdes se quita, a pesar de lo que decía la canción.

Precisamente por estas amistades peligrosas de Albert, algunos en Ciudadanos empiezan a arrojarse por la borda. Rivera se ha convertido en el capitán Ahab. Su única misión es dar caza a Moby Dick (léase Pedro Sánchez) como sea. Y hay quien se niega a terminar como la tripulación del Pequod, claro. Así que los más prudentes o inteligentes —Toni Roldán, Javier Nart y Juan Vázquez, de momento— le han dado con la puerta en las narices a su jefe o lo que sea este señor no ya solo políticamente contradictorio, sino ontológicamente voluble qual piuma al vento, muta d’accento e di pensiero. Un señor que, como todos los inseguros, se equivoca cuando dice atinar. Rivera es firme cuando debe ser flexible y al revés. Rivera solo acertaría de verdad si pensara contra sí mismo. Pero me parece a mí que no tiene el disfraz filosófico de Rodin en el armario, y Mortadelo anda ya de vacaciones con Ofelia.

Está muy bien ese lema entre hidráulico y taoísta de be water, my friend, pues todo es agua, como decía presocráticamente Tales de Mileto, pero hay que ser un poco más sólido, Albert. Y menos gaseoso también.