Unamuno es una de mis grandes debilidades. La primera novela que leí fue La Tía Tula, en el verano, si no recuerdo mal, de mis doce años. Poco después leí Niebla. A esa edad poco pude entender sobre los escabrosos nudos ideológicos y conflictos existenciales de estas obras, pero recuerdo muy bien que capté muchas cosas que el gran escritor vasco quería narrar con su escritura. Y surgió una gran admiración porque también estas lecturas tan tempranas me hicieron  percibir muy bien lo que significa la literatura, y cómo con la palabra se puede expresar en profundidad la vida.

Y Alejandro Amenábar es otra de mis debilidades desde su primera película, Tesis, en la que ya quedaba evidente su genialidad. Sobran las palabras a la hora de calificarle, porque es muy obvio que es uno de los más grandes nombres de nuestro cine. Le sigo muy de cerca y me entusiasma tanto lo que cuenta como cómo lo cuenta. Me encantan sus películas y me encantan sus ideas y su manera humanista, sensible y profunda de entender el mundo.

Unamuno narrado en cine por Amenábar es algo que no me podía perder de ninguna manera. La semana pasada, recién estrenada la película Mientras dure la guerra, fui a verla convencida de que iban a ser casi dos horas intensísimas y emocionantes para mí por varios motivos: porque, ya digo, ambos me son imprescindibles; y porque rescatar ese episodio concreto en la Universidad de Salamanca al inicio de la Guerra Civil es maravilloso en este país nuestro en el que el conocimiento objetivo y veraz de nuestro pasado reciente nos ha sido vetado; y porque estoy convencida de que, como decía la psicoanalista e investigadora francesa Françoise Doltó, lo que calla la primera generación la segunda lo lleva en el cuerpo, y en este país se ha callado demasiado;  también porque conocer el pasado nos hace entender el presente, y porque no viene nada mal en un contexto crispado, como el actual, hacernos todos conscientes de que la intolerancia, los fundamentalismos, la violencia y la sinrazón que conllevan son el más grande y terrible peligro, para cualquier sociedad y para el mundo.

Y así fue. Me emocioné viendo la película, asistiendo a una magnífica recreación de un episodio histórico que todos deberíamos conocer muy bien, y disfrutando muchísimo de ese maravilloso Unamuno que fue testigo directo del terror que trajo a España el golpe de Estado fascista de 1936.  Me hizo sentir mucha ternura el ver e imaginar al escritor anciano en medio de la locura de los golpistas y sobre todo al lado de esa figura siniestra, Millán Astray, ése que odiaba la inteligencia y veneraba la barbarie y la muerte. Ese personaje, a todas luces un psicópata de manual, que afectó de manera tan terrible durante medio siglo a la vida de los españoles.

Unamuno, quien había decidido en un primer momento apoyar públicamente la sublevación militar, vivió un tristísimo proceso mientras iba constatando que no se trataba de poner orden, sino de imponer el terror; perdió a varios de sus mejores amigos en esos días a manos de los fascistas, uno de ellos su propio alumno, el catedrático de literatura Salvador Vila. Fue testigo directo de las consecuencias del pensamiento voraz que movía a los que acabaron con la II República, y, con ella, las esperanzas de democracia de muchos millones de españoles. Y tras pronunciar su famoso discurso en el paraninfo, un discurso acalorado, humano y humanista con toda seguridad, que se desconoce en detalle porque fue vetado y ocultado, Unamuno tuvo que salir escoltado y, tras ser cesado como rector, acabó recluido en su casa. Murió dos meses después de un infarto. Verlo en la pantalla me hizo reordenar las imágenes difuminadas que tenía construidas en torno a ese suceso; un episodio histórico que, de manera  soberbia, Amenábar convierte en un símbolo implacable del terror que vivió este país cuatro largas décadas.

De algún modo Alejandro Amenábar nos cuenta la Guerra Civil narrándonos sólo su inicio. Y, era de esperar, ha levantado ampollas en un sector de este país que considera que hay que enterrar el pasado, aunque se dejen la piel defendiendo a capa y espada sus tradiciones medievales. La extrema derecha intentó boicotear la película en su estreno en Valencia, quizás porque la historia que cuenta les retrata, por más que es muy evidente que el director se ha esforzado, percibo que conscientemente, por mostrar una visión ideológicamente ecuánime y objetiva de los hechos narrados; pero ya sabemos que para ciertos ámbitos ser demócrata es ser rojo, y contar la verdad es ser de izquierda radical y marxista.

En cualquier caso, Amenábar ha construido otra obra maestra con un significado muy especial para los españoles, y una delicia para los que amamos a Unamuno, y una pequeña joya para la posteridad. Nos ha regalado un modo más de percibir cuánto puede destruir la intolerancia y el pensamiento único, y nos ha dejado un poco más de ganas de sentirnos comprometidos, en estos tiempos no tan distintos a aquéllos, contra el fanatismo y la violencia, y a favor siempre de la concordia y de la razón; y sobre todo de la paz. Aunque no olvidemos que, como argumentaba el filósofo Karl Popper, defender la tolerancia conlleva necesariamente reivindicar el derecho de no tolerar a los intolerantes.

Coral Bravo es Doctora en Filología