En las últimas semanas, se ha caldeado bastante el ambiente intelectual en España gracias a un informe publicado por un nuevo Think Tank, el Future Lab, al hilo de la meritocracia. Como siempre que se produce un cuestionamiento de este concepto, han estallado tanto las alabanzas como las críticas al trabajo, señalando que cuestionar la meritocracia es una política peligrosa porque termina por erosionar la cultura del esfuerzo, favorecer el amiguismo y el enchufismo, y, en términos globales, ofrecer un resultado socialmente menos deseable. Otro tipo de críticas, menos fundamentadas, abundarían en la dirección de señalar que quienes critican la meritocracia son precisamente aquellos a los que no les ha hecho falta recurrir a ella, por sus contactos personales y su trayectoria vital o familiar. También sobre esto último se podría reflexionar.

Que la meritocracia es un ideal que se enfrenta a numerosas limitaciones en el mundo real es algo que es francamente incuestionable. La evidencia empírica muestra hasta la saciedad que existen numerosas fallas que dificultan la culminación de ese ideal social. Tantas, que no merece la pena repetirlas. No queremos, en esta columna, entrar a valorar los contenidos del informe, que requerirían de una extensión que excede la propia de una tribuna. Sin embargo, sí sería interesante valorar el debate que se ha producido en torno al mismo, porque es una buena muestra de hasta qué punto, como señalaría Shiller, una narrativa económica se instala en nuestra manera de ver el mundo de tal modo que modifica el propio funcionamiento de la sociedad. En otras palabras, para vivir en sociedad, necesitamos algunos relatos compartidos en los que nos reconozcamos todos y todas, relatos que son asumidos como ciertos sean o no confirmados por la evidencia empírica.

Decía el sociólogo Jesús Ibañez, hablando de la sociología reflexiva, que cuando la ciudadanía comprende los mecanismos de funcionamiento de la sociedad, esta comienza a cambiar. Por eso es tan importante que los relatos que sostienen el funcionamiento económico y social mantengan un alto nivel de credibilidad: es así como se forjan las expectativas de los actores económicos y sociales, y como toman sus decisiones. Con otro ejemplo: si la generación que nació en los 90 deja de creer que recibirá una pensión digna el día de su jubilación, su apoyo al sistema de pensiones basado en cotizaciones sociales obligatorias caerá y el sistema, efectivamente, correrá el riesgo de terminar descarrilando.

Si pensamos que la meritocracia no funciona, y que el esfuerzo individual no sirve para mejorar en la escala social, los incentivos para esforzarse, formarse y labrarse un futuro serán menores. Esta argumentación recuerda, efectivamente, a Max Weber, cuando en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, señalaba que había sido la ética protestante la que había forjado la cultura económica del esfuerzo y el ahorro que llevó a la expansión del capitalismo, mientras que la “ética católica”, basada en la salvación posmortem, era poco compatible con una vida de esfuerzos porque, en definitiva, este mundo era un “valle de lágrimas”. La evidencia empírica se ha encargado de desmentir las hipótesis de Weber, pero en el imaginario popular, las hormigas son las que merecen pasar el invierno a salvo y si pasas frío, será porque durante el verano has sido una cigarra. Pero ni Esopo, ni La Fontaine ni Samaniego sabían una palabra de biología, sólo hacían cuentos morales. De haber estudiado los ciclos vitales de las cigarras y de las hormigas, sus condicionantes evolutivos y sus estrategia de supervivencia, posiblemente su fábula habría sido otra.  

Trazos de este relato moralista -pero no siempre avalado por la ciencia- se encuentran muy instalados en nuestra manera de entender los desequilibrios económicos, sean cuales sean. Así es cuando, en la Unión Europea, cuando hablamos de países del norte, laboriosos y disciplinados, y países del sur, holgazanes y poco comprometidos. De nuevo la evidencia histórica demuestra que, tan importantes como esa “cultura del esfuerzo”, otros factores como la geografía tienen también un importante peso en explicar los diferenciales de crecimiento económico en el mercado único europeo.

Lo que resuena, en definitiva, en las críticas al cuestionamiento de la meritocracia es que las desigualdades económicas y sociales se deben a las diferentes habilidades para aprovechar las cartas que nos ha dado la vida (asumiendo ya que son desiguales y que esto es inevitable), como las diferencias entre países se deben a las políticas públicas desarrolladas por los mismos, y a la cultura política, social y económica de la ciudadanía. Este tipo de enfoques, diríamos que casi imprescindibles como pilares ideológicos de nuestras economías, requerirían, al menos, una revisión, y por eso debemos saludar cualquier esfuerzo por analizar críticamente estos consensos preconcebidos, aunque la reacción sea de irritación, desautorización, vértigo ante la ausencia de alternativas y, en última instancia, rechazo.

Pero es que es así como podemos avanzar en el pensamiento. Me decía un conocido que donde todos piensan lo mismo, nadie piensa demasiado. Si la respuesta al informe es sencillamente expresar nuestro malestar y rechazo a su elaboración y a quien lo ha hecho, con argumentos banales, ataques ad hominem y una colección de anécdotas personales, y no con una reflexión sólida basada en la evidencia y en los avances de las ciencias sociales, estamos muy lejos de cumplir nuestro cometido de construir sociedades mejores basadas en la razón.