Esta semana, la todopoderosa Intel anunciaba que no iba a fabricar los chips necesarios para procesar la señal de la nueva generación de comunicaciones inalámbricas, la 5G. La decisión del gigante norteamericano deja la producción de este hardware necesario en manos de tres compañías: Qualcomm, Samsung y Huawei. Esta decisión supone que cualquier fabricante de teléfonos que quiera incorporar en sus móviles tecnología para acceder a esta red ultrarrápida, tendrá que hacerlo entendiéndose con uno de estos tres fabricantes.

El proceso de concentración de la economía digital en un puñado de firmas no es nuevo. En el reparto de terminales, los sistemas operativos basado en Android o IOS (Apple) ocupan el 97% del mercado. Aunque Android es una plataforma abierta, su propietario es Google, y la Comisión Europea ya la sancionó el año pasado -con más de 4.000 millones de euros- por restringir el uso de otros buscadores en beneficio del buscador de Google, el cual, al mismo tiempo, mantiene una cuota del 92% de las búsquedas mundiales.

Si hablamos de terminales móviles, la situación no es mucho mejor. Cinco firmas se reparten el 65% del mercado de teléfonos móviles, con tres de ellas (Samsung, Huawei y Apple) ocupando la mitad del mercado mundial.

Los resultados no son diferentes en otros ámbitos: Amazon mantiene una cuota del 49% del total del comercio electrónico en Estados Unidos, al tiempo que el 67% de las personas que usan redes sociales lo hacen en la red de Mark Zuckerberg, Facebook, firma que tiene integrados en su seno a Instagram y Whatsapp. Combinando Whatsapp y Facebook Messenger, Facebook controla el 80% del mercado de la mensajería instantánea. Spotify y Apple se reparten el 55% del mercado de música online, lejos del resto de sus competidores, mientras Amazon, Google y Facebook mantienen el control del mercado de publicidad online con el 68% de cuota combinada.

La tendencia que tiene la economía digital a concentrarse en pocas manos no es nueva y los motivos son varios. En primer lugar, tenemos que señalar la ausencia de costes marginales: una vez realizada la inversión inicial en la plataforma, el incremento de su uso se hace a coste cero y el resultado es que la firma puede crecer prácticamente de manera indefinida, pudiendo cubrir todo su mercado sin necesitar apenas nuevas inversiones. Es más, cuanta más gente la utilice, más barata será la producción.

Esta tendencia enlaza con la existencia de lo que los economistas llaman efecto red: cuanta más gente utilice un servicio, más probable será que este crezca: nadie utiliza un sistema de mensajería en el que está solo, y, al contrario, el uso masivo de uno de ellos invita a quien quiera comunicarse a utilizarlo más.

En tercer lugar, cada una de estas grandes firmas se ha empeñado en generar su propio ecosistema, de manera que la integración de servicios nos facilita la vida, pero al mismo tiempo hace cada vez más difícil combinar con otros sistemas: la integración de aplicaciones es automática si se utilizan elementos de la misma marca, pero muy difícil y tediosa si, por ejemplo, se quieren combinar elementos como el calendario o el administrador de tareas diarias de diferentes servicios.

El resultado es una gigantesca concentración de poder económico en un puñado de firmas digitales. Medidas por su capitalización bursátil, las compañías más grandes del mundo son Microsoft, Apple, Amazon y Alphabet (Google), con Facebook ocupando la sexta posición.

Cuando el mercado se concentra en tan pocas manos, la tentación de ofrecer comportamientos oligopólicos y monopólicos es muy grande, en detrimento del consumidor final, que es quien sufre las consecuencias. Así ocurrió con la industria petrolera, que a finales del siglo XIX se vio sacudida por la decisión del congreso de los Estados Unidos de desmembrar la compañía petrolera de John Rockefeller, la Standard Oil, en varias firmas, para evitar su posición dominante en el mercado. Los tiempos han cambiado y hoy son autoridades como la Comisión Europea las que velan por preservar el interés el consumidor, imponiendo importantes multas por prácticas anticompetitivas. Pero en muchos casos, estas regulaciones llegan tarde y apenas arañan el poder concentrado en modelos de negocio pensados para expandirse indefinidamente.

Las consecuencias de este modelo de crecimiento de la economía digital son muy considerables: si el poder económico de la economía digital se concentra en muy pocas manos, corre riesgo no sólo la integridad de los mercados, sino también nuestra protección como consumidores, trabajadores y ciudadanos. Ponerle el cascabel al gato será muy difícil, pero es posible que tarde o temprano haya que tomar una medida contundente de limitación de dicho poder. Las distopías en las que una compañía extiende su control social desde una todopoderosa posición económica son un recurso muy habitual en las películas de ciencia ficción. Estamos lejos de ello, sin duda, pero por la salud de nuestras economías y nuestra democracia, no deberíamos dejar que la historia siquiera se aproxime a esta situación.