Algo se mueve en la Unión Europea, o eso parece. A la reacción inicial de frialdad, continuadora de la línea de desencuentros de la anterior crisis financiera, le ha seguido una reflexión muy prometedora por parte de algunos de los líderes de los países menos proclives a la mutualización del riesgo. En los Países Bajos, pese a los comentarios, quizá desafortunados, de su primer ministro -que el premier Portugués consideró “repugnantes”- le ha seguido la reacción airada de los socios de gobierno, y una interesante carta firmada por economistas holandeses -incluyendo al bien conocido en España Marcel Jansen, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid- en la que solicitan a su gobierno mantener una posición más flexible respecto a la mutualización de riesgos. La reacción ha sido tal que el propio primer ministro, Mark Rutte, ha tenido que dar marcha atrás y declarar su disposición a explorar más abiertamente algún mecanismo de apoyo a los países más afectados. Por su parte, en Alemania han sido también varios las voces que se han abierto a una mayor mutualización de los riesgos generados por el Coronavirus, a través del uso del Mecanismo Europeo de Estabilidad, en este caso sin la imposición de un programa de condicionalidad -los famosos hombres de negro a los que se refirió el ministro Montoro- o con una condicionalidad muy laxa.

Son buenas noticias que establecen los límites de la solidaridad europea: es poco probable que haya “mutualización directa” del riesgo a través de Eurobonos -algo que Merkel no parece dispuesta a sostener bajo ningún concepto- pero sí se abre la puerta al uso flexible de los mecanismos de apoyo ya existentes, cuya potencia de fuego se podría ampliar todavía más. De esta manera, el arsenal de la Unión Europea a disposición de los países más afectados se amplia, desde el uso de la iniciativa del Covid -37.000 millones-, el programa de apoyo al empleo “SURE”-100.000 millones-, el apoyo prestado por el Banco Europeo de Inversiones -40.000 millones-, la potencia de fuego del Mecanismo Europeo de Estabilidad -410.000 millones de euros- y el programa de compras de activos del Banco Central Europeo -hasta 750.000 millones de euros. Un conjunto de herramientas al que, llegado el caso, se podría sumar el programa OMT del Banco Central Europeo que permitiría la compra ilimitada de bonos por parte de la institución, siempre y cuando existiera un acuerdo con el Mecanismo Europeo de Estabilidad.

Es un arsenal considerable, pero es bastante probable que sea insuficiente, por lo que los gobiernos del sur seguirán insistiendo en la necesidad de ampliar la potencia de fuego. Detrás de todo ello, quizá lo más poderoso que podamos encontrar sea una monetización del déficit público, lo que se suele denominar el “helicóptero monetario”. La monetización implica que el Banco Central asume una parte del déficit público dirigido a efectuar transferencias a los particulares, a cambio de imprimir más dinero, sin que medie un reconocimiento de deuda por parte de los gobiernos. El objetivo de este instrumento es la reactivación de la economía y, en ocasiones, el incremento de la capacidad de los países de hacer frente a la deuda pública emitida en sus propia moneda, aunque se corre el riesgo de provocar una espiral inflacionaria. En la Unión Europea, los tratados impiden su uso, pero la puesta en marcha del Quantitative Easing del Banco Central podría suponer una puerta de atrás para poder materializar esta operación. Si un país emite bonos perpetuos a cupón cero -es decir, bonos sin plazo de devolución y sin pago periódico de intereses-, esos títulos podrían ser comprados en el marco del QE del Banco Central Europeo.

Otra opción del “helicóptero monetario” es que el Banco Central ponga directamente el dinero en manos de los particulares. La inexistencia de mecanismos de comunicación directa entre el Banco Central y los consumidores hace que su instrumentación sea compleja, pero ya hay autores -entre ellos el propio Miguel Ángel Fernández Ordoñez en “Adiós a los Bancos” - que abogan por que los particulares tengan sus cuentas abiertas en el Banco Central directamente, lo cual facilitaría en gran medida este mecanismo.

De esta manera, el BCE podría tener un instrumento para su futura política monetaria, los gobiernos una financiación extra suficiente para no comprometer la sostenibilidad de la deuda a largo plazo, y los países con mayores presiones para evitar la mutualización verían que la misma se produce sobre todo a través de los precios, y no de sus saldos fiscales, algo que normalmente suele “doler” menos.

En cualquier caso, la solución a la que se llegue en los próximos días para fijar el arsenal de la Unión Europea en la crisis abierta por la emergencia sanitaria debe tener en cuenta que la Unión Monetaria es la mezcla de diferentes culturas políticas y económicas, como bien expresó Brunnermeier en “El Euro y la Batalla de las Ideas”. En el norte, el apego a las normas que evita excesos y arbitrariedades. En el sur, la flexibilidad que permite adecuarse a la situación. La solución a este dilema no puede ser elegir ente una u otra cultura política, sino una apropiada combinación. La solidaridad, en el sentido fuerte del término, no supone una “caridad progre”, sino el reconocimiento político de la interdependencia existente entre los diferentes miembros de la Unión Europea.

De esta manera, es absolutamente justo y pertinente que España exija solidaridad en estos momentos por parte de los países del norte, que son, por otro lado, los más beneficiados por el mercado único, como está totalmente acreditado. Pero también estaría bien que, en reciprocidad, España mantuviera una mayor solidaridad interna, y un marco fiscal propio más sólido. Entre 2015 y 2017, España perdió más de 15.000 millones de euros por rebajar impuestos, en un momento en el que crecía al 3%. Las deducciones fiscales cuya eficacia estaba analizando la AIReF sumaban más de 30.000 millones de euros. Se han tomado decisiones de gasto automático sin tener en cuenta su pertinencia y su impacto social, únicamente movidos por la presión pública. España sigue teniendo una presión fiscal varios puntos por debajo de la media de la Eurozona, teniendo además uno de los sistemas fiscales donde los ingresos y gastos públicos son menos correctores de la desigualdad. Todos deberíamos aprender, de una vez, de estas crisis: los países del Norte pueden ser más solidarios y estar más abiertos a una mayor mutualización de riesgos, y los países del Sur -y España entre ellos- a mejorar su disciplina fiscal y su solidaridad interna.

Si la Unión Europea sale de esta, y esperemos que sí, todos tendremos que reflexionar y cambiar. De una vez.