A pesar de los impedimentos del Gobierno, la "consulta alternativa" se ha celebrado en Cataluña. Se ha celebrado, cierto, con una participación del treinta por ciento, o dicho de otro modo, uno de cada tres de los votantes ha ejercido su "derecho a decidir". De éstos, uno de cada nueve ha manifestado el "sí, sí" a las dos preguntas planteadas en la papeleta. Así las cosas, ¿se puede decir que la consulta ha sido un éxito? No, rotundamente no. No porque los sesgos de la misma impiden al sociólogo extraer conclusiones válidas y fiables que permitan al político hablar con fundamento. En términos demoscópicos, la "consulta alternativa" no cumple con los requisitos necesarios para ser catalogada como plebiscito ciudadano; ni siquiera por analogía con las estructuras de los referéndums oficiales, la consulta cumple con los requisitos mínimos de un proceso electoral propio del siglo XXI.

La consulta se ha celebrado sin un censo que concretase el universo – relación con los nombres y apellidos de los llamados a las urnas -; no se ha garantizado la aleatoriedad en la composición de las mesas electorales, o dicho en otros términos, las mesas no han sido compuestas por los resultados de un sorteo – como ocurre en las elecciones oficiales –  sino por voluntarios afines a la consulta; el escrutinio de las papeletas no se ha realizado con testimonios objetivos – de conformidad con lo establecido por la ley orgánica del régimen electoral y las recomendaciones europeas – sino por  testimonios subjetivos (interventores, voluntarios y simpatizantes con la cuestión separatista) y, no se sabe qué mecanismos han existido para evitar las votaciones duplicadas y las mentiras en la lectura y recuento de papeletas. Al tratarse de una consulta – y no de un sondeo demoscópico – es imposible averiguar qué hubiesen votado los dos tercios de catalanes que se han abstenido. Así las cosas, con el "pucherazo" de los tiempos galdosianos sobre la mesa, resulta demagógico hablar en términos de éxito sin el fundamento técnico para ello.

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