El presidente de la Generalitat en funciones, Artur Mas, conversa con la presidenta del Parlament, Carme Forcadell (d). EFE


Hace ya mucho tiempo que la dirigencia convergente, acomplejada por el síndrome del nacionalismo insuficiente, fue cediendo de manera progresiva a Esquerra Republicana la iniciativa del catalanismo político. La innegable habilidad de los republicanos consistió en satelizar sus consignas, atribuyendo a Omnium Cultural y a la denominada Assemblea Nacional Catalana, primero, y a la Associació de Municipis per la Independència, después, la misión de presentar sus pretensiones independentistas - gradualmente planteadas, desde el llamado derecho a decidir hasta la secesión sin ambages - como la única salida posible a la desazón de una sociedad maltrecha por la crisis.


La sentencia del Tribunal Constitucional, enervando el Estatut a instancia del Partido Popular, y la actitud impermeable del Gobierno central, negándose al más leve atisbo de diálogo, contribuyeron también de manera impagable a la mayor gloria de su causa. El resto, es cosa sabida: manifestaciones multitudinarias, a las que Convergència se adhirió impelida por el éxito de las convocatorias, y un aumento, en alguna medida instrumental, del voto independentista. El despropósito se constató cuando el otrora nacionalismo moderado, el del business friendly y la casa grande, perdió en los comicios del 2012 una docena de diputados, y en los del pasado 27 de septiembre, diluido ya en una coalición que no logró ni siquiera encabezar y que no obtuvo en clave plebiscitaria el apoyo que habrían pretendido para hacer verosímil el proceso de secesión, perfeccionó aún más su harakiri, dejando la investidura de su candidato a la Presidencia de la Generalitat - y con ella la formación de gobierno – al albur de una fuerza extramuros del sistema y reacia a mantener en ella al señor Mas.


Así las cosas, y con el objeto de salir del callejón y conjurar a un tiempo la irremediable frustración de quienes, desde la mejor voluntad, fían su futuro a los pretendidos beneficios de la nueva arcadia, lo que queda de CDC y una Esquerra que, como los cisnes, emerge en ese estanque sin mojarse, ceden sin obtener nada a cambio a las exigencias de la Candidatura d’Unitat Popular – es decir, de quienes, inasequibles a la adulación de los instalados, reniegan de la economía de mercado y se manifiestan dispuestos, si es preciso, a abandonar la Unión Europea - y aprueban en el Parlament una resolución extemporánea que, en la práctica, es el preámbulo de la declaración unilateral de independencia.

Y todo ello al amparo de una deficiente mayoría parlamentaria surgida de unas elecciones en las que los apoyos secesionistas no alcanzaron la mitad de los sufragios emitidos. Cautivos de la CUP, emprenden ahora una huida hacia delante que los sectores más reaccionarios del nacionalismo español, insatisfechos con la previsible declaración de inconstitucionalidad, enfatizan cuanto les conviene para reclamar del Gobierno acciones más drásticas que, paradójicamente, servirían a los autores del despropósito para atribuir a Madrid la causa de sus desdichas. Ello sin reparar, por lo que se intuye, en la respuesta popular que previsiblemente suscitaría la suspensión del autogobierno de Catalunya o el procesamiento de alguno de sus dirigentes y que, es de temer, podría no tener el carácter familiar y festivo de anteriores expansiones soberanistas. Y es que, aunque no sea su propósito, el sector radical del independentismo catalán coincide en ciertas inquietudes con las instancias más rigoristas de las instituciones españolas, como puede observarse, por ejemplo, en la identificación del principal objetivo que ambos se proponen abatir. Para aquel, Artur Mas no es digno de ser investido porque encabeza una opción en almoneda y contaminada por la corrupción del pujolismo; para estas, el actual presidente de la Generalitat es, de todo el conglomerado secesionista, el único en condiciones de conectar, todavía, con el catalanismo moderado que representan las clases medias, lo que les impide tildar el proceso de artefacto movido por el izquierdismo recalcitrante.

Seguramente por todo ello, un amplísimo sector de la población de Catalunya – que la mayoría de encuestas sitúa en las tres cuartas partes – se expresa receptivo ante una oferta capaz de suscitar ilusión y que, sin forzar más allá de lo razonable las costuras de la ley, constituya una salida digna para todos y dé satisfacción a las legítimas aspiraciones de la mayoría de catalanes. No se resolverá el problema con bravatas y salidas de tono. Si algo cabe esperar de las próximas elecciones generales es, precisamente, que el Gobierno salido de las urnas opte por el diálogo y el pacto, atribuyendo a la política la alta misión que le corresponde y que los tribunales no están llamados a reemplazar. Ambas partes están abocadas a algún tipo de renuncia, sin la cual esta situación no tendría una salida plausible. Es la hora del diálogo y de la cesión. Por ambas partes. No debe ni puede saldarse esta confrontación con vencedores y vencidos.

Ricard Fernández Deu es abogado y periodista