La herencia de descoordinación política y agravios personales dejada por el gobierno de Quim Torra está dificultando, al menos alargando, las negociaciones  entre ERC y JxCat para reeditarlo ahora con los papeles cambiados. La aritmética parlamentaria contando con el apoyo crítico de la CUP es muy favorable a la repetición del gobierno independentista (74 de 135 diputados), pero la experiencia reciente dejó un poso difícil de olvidar. La otra mayoría, la de izquierdas (de 74 diputados también), el sueño de En Comú-Podem, aparece en el fondo del escenario sin que ERC y PSC estén dispuestos oficialmente a compartirla.  Con un margen de maniobra tan escaso, todo hace suponer que el nuevo gobierno llegará por perifrástica, con mucho rodeo argumental para acabar dónde estábamos.

El PSC aprovecha el intermedio para alargar la administración de su éxito electoral. Salvador Illa cree una obligación moral presentarse a una investidura y proponer un gobierno con los Comunes, aunque el intento y la fórmula estén condenados al fracaso por la resistencia manifiesta de ERC a tomar en consideración la opción progresista y transversal. De momento, los socialistas reivindican la presidencia del Parlament en su condición de ganadores del 14-F, una aspiración que tampoco parece que vaya a prosperar. La presidencia de la cámara se la disputan JxCat y la CUP y forma parte de las negociaciones en marcha entre los tres grupos independentistas que ondeando la bandera del 50% de los votos conceden a la repetición de un gobierno Torra el carácter de inevitable.

La inevitabilidad de este gobierno solo se truncaría por un accidente irreparable en la negociación entre JxCat y ERC que ofreciera a los republicanos una razón sostenible para arriesgarse a un gobierno en minoría (con Comunes) que contara para la investidura con la abstención del PSC. Esta es una hipótesis remota que sin embargo es el objetivo real de los impulsores de la operación Illa y aunque al PSC le costaría un poco justificar su predisposición, a Pedro Sánchez le costaría mucho menos; al fin y al cabo, los socialistas catalanes ya permitieron con su abstención la primera investidura de Artur Mas, aunque por entonces Mas no había abrazado todavía la causa de la independencia.

La singular configuración de JxCat alienta a los teóricos de esta eventual y voluntarista perspectiva de una ruptura independentista. En el partido de Puigdemont conviven activistas patrióticos (algunos con posiciones delicadas respecto al pluralismo del país) y populistas anti partidos con gentes de experiencia convergente o exmilitantes de izquierda. Esta amalgama  podría ofrecer una respuesta fuera de registro en una negociación de tensión extrema con los republicanos.

En ERC hay muchos detractores de la coalición con JxCat, tantos como debe haber en JxCat respecto de ERC. Pero entre los republicanos hay muchos más refractarios a una colaboración con el PSC sea cual sea la intensidad de la misma. Excepto un pequeño de grupo de dirigentes que son partidarios de reconstruir los puentes con los socialistas, la mayoría de ERC está instalada aun en la visceralidad anti-PSC promovida por Oriol Junqueras. El presidente de ERC no perdona al PSC su apoyo al 155 y le atribuye la responsabilidad de la supuesta represión estatal (otra cosa es el PSOE en Madrid, claro); además, ha expresado en múltiples ocasión su resentimiento con Miquel Iceta (y por extensión con todo el socialismo catalán) por su negativa a visitarlo en la cárcel.

En tanto Junqueras no de por terminado el duelo por el desenlace judicial del primer intento de unilateralidad, difícilmente se podrá dar una oportunidad a la transversalidad ERC-PSC, una coalición que obtendría 66 diputados, a 2 de la mayoría absoluta, que se superaría sin mayores obstáculos por el entusiasmo de los Comunes en recuperar el tripartito de izquierdas. Esta opción quedará para más adelante, dejando el paso libre a una nueva temporada del gobierno ERC-JxCat, a pesar de las tensiones previsibles y de todas las prevenciones de los propios socios.