El reloj de las elecciones catalanes se ha puesto en marcha formalmente para que el 14 de febrero puedan celebrarse. Todos los partidos las dan por convocadas, menos el PP, que cree que a última hora Carles Puigdemont dará las órdenes para presentar un candidato a la investidura, para lo que tiene un plazo de dos meses. Nada está escrito y menos en la política catalana que se ha visto sorprendida con la absolución de Josep Lluís Trapero y la cúpula de los Mossos, acusados de sedición y desobediencia por su actuación durante el referéndum prohibido del 1-O. El titular de Interior de la Generalitat, Miquel Sàmper, ha explicitado perfectamente el asombro del gobierno catalán: he perdido, ha dicho, todas las puestas. Y es que la sentencia de la Audiencia Nacional hace tambalear el discurso oficial de la venganza judicial, tan rentable para el independentismo.

La abogada de Trapero, Olga Tubau, ha manifestado que la sentencia restablece el honor profesional del Mayor de los Mossos y de todo el cuerpo de la policía autonómica, al descartar la connivencia de los mandos policiales con el gobierno de Puigdemont y su decisión de seguir con el referéndum prohibido hasta las últimas consecuencias. En resumen: los Mossos, la Policía Nacional y la Guardia Civil fueron incapaces de cumplir las órdenes judiciales de impedir la votación, con la diferencia substancial de que la policía autonómica evitó todo acto de violencia contra los participantes y los otros dos cuerpos la practicaron a destajo. Es la primera sentencia favorable a unos acusados por los hechos sucedidos en octubre de 2017, aunque todavía quedan muchos juicios por celebrar.

Además de restablecer el honor profesional de los acusados, esta absolución obligará a los dirigentes independentistas a revisar algunas de sus consignas, todas ellas construidas alrededor del concepto madre de la represión sistemática y la persecución política al movimiento. Durante semanas esta ha sido la constante en todos sus mensajes, aunque en los últimos días han recuperado otro Tótem  de su discurso algo oxidado: el 50% de los votos como condición suficiente para declarar la secesión de forma unilateral. Para JxCat, impulsores de la reconversión de las elecciones autonómicas en un plebiscito, no hay duda; para la ANC, menos todavía, sin embargo ERC discrepa del carácter definitivo de una mayoría de votos en los comicios, alegando que esta mayoría es imprescindible pero no suficiente para declarar la independencia.

El 50% de los votos no otorga los 90 diputados exigidos por el Estatuto para su reforma, un requisito que debería desmontar esta tesis, pero no es así porque el Estatuto hace años que es considerado un obstáculo legal más que un texto fundamental por parte del independentismo. Esta posición de los seguidores de Puigdemont es en primera instancia un reclamo electoral para animar a sus votantes a acudir a las urnas y así ganar las autonómicas frente a los republicanos, pero se convertirá en una huida hacia adelante ante la improbabilidad de poder celebrar un referéndum legal.

La Comisión de Venecia acaba de publicar la actualización de su guía para celebrar referéndums, subrayando la primacía constitucional y advirtiendo que el recurso al referéndum para ser reconocido debe respetar el conjunto del ordenamiento jurídico y no puede apelar a una ley ad hoc (como la aprobada por el Parlament en septiembre de 2017) para conferirle apariencia de legalidad. Este golpe a la unilateralidad ha tenido, como es habitual en los medios públicos, escaso eco en Cataluña. Ya en 2017, justo antes del 1-O, Puigdemont solicitó por carta un pronunciamiento de la Comisión de Venecia, obteniendo un respuesta menos contundente que la proporcionada por esta revisión de criterios.

Las diferencias entre JxCat y ERC tienden a acrecentarse ante la puesta en marcha del reloj electoral, materializada por el presidente de la cámara, Roger Torrent con un simple comunicado, ahorrándose una sesión de investidura fallida. El pronóstico del futuro candidato del PP, Alejandro Fernández, de un intento de investidura de última hora por parte de JxCat, parece descabellada a día de hoy, de todas maneras, no puede descartarse que en función de los resultados avanzados por los sondeos, el partido de Puigdemont no protagonice una investidura-trampa  para desgastar a ERC. La investidura no podría prosperar sin los republicanos y la CUP, pero justificada en el agravamiento de la crisis del coronavirus y la supuesta irresponsabilidad de dejar Cataluña sin presidente por más tiempo, esta hipótesis tendría sus seguidores en el dividido y enfrentado universo soberanista.

A quienes las elecciones le llegarán en mal momento es al PDeCat, irremediablemente convertidos en únicos herederos de CDC ante el abandono de toda responsabilidad por parte de aquellos que se han marchado a JxCat, cuya desmemoria sobre sus recientes adhesiones supera el ridículo. El antiguo tesorero de Convergència, Daniel Òsacar, (condenado por el caso Palau y ahora con un pacto con la Fiscalía Anticorrupción) insinuó ante el juez que Mas debía estar al caso de toda la trama del 3%; de momento es una grave insinuación que Òsacar no puede demostrar, pero si que ha sido capaz de señalar a quien podría probarlo: Germà Gordó, ex gerente del partido y ex conseller.

Según el ex tesorero, Gordó era quien dirigía todo el entramado de corrupción y despachaba a diario con Mas, entonces presidente de CDC. Más siempre ha negado cualquier conocimiento respecto de las comisiones cobradas por obra pública y su posterior blanqueo gracias a la colaboración de dirigentes y consellers. Y con motivo de estas insinuaciones se ha ratificado en su ignorancia.