No estamos preparados para las cosas importantes que nos ocurren en la vida: la paternidad y la maternidad, la vejez y la muerte. Las enfermedades graves también nos pillan desprevenidos. Nos atrapan las tragedias y las catástrofes, pero nadie nos enseña cómo afrontarlas. Esto ocurre en el ámbito individual y en el colectivo, donde las instituciones no parecen interesadas en capacitar a la ciudadanía para la tan traída y llevada resiliencia, la capacidad para adaptarse a las situaciones adversas con resultados positivos.

Nadie duda que la pandemia ha sido un hecho traumático, quizás el que más, en el tiempo vivido hasta el momento. Pero, sin haberla superado todavía, la sociedad en su conjunto se ha embarcado en una fútil carrera por pasar página lo antes posible, olvidar lo sufrido y no querer aprender nada de tan trascendental experiencia.

Lo mismo ocurre con el desastre climático que nos atormenta por doquier y al que queremos sortear con autoengaños, coartadas negacionistas y otros trucos para tranquilizar nuestras conciencias y seguir por la senda individualista y depredadora del entorno.

La vejez y la muerte son las dos circunstancias más universales y trascendentes a las que no podemos escapar de ninguna manera. Pero no hay herramientas para aprender a envejecer antes de ser viejos y en el caso de la muerte, que es el mayor tabú, para enfrentarla con reflexión y una preparación adecuada. 

Al igual que surgieron en el seno de las ampas escuelas de padres y madres para cubrir una demanda no satisfecha hasta ese momento, hay que plantear la necesidad de cursos y talleres para aprender a envejecer para jóvenes y adultos que, también, sirvan para combatir el edadismo, la discriminación por edad, un problema creciente y transversal.

A nadie le gusta envejecer, pero una sociedad como la española donde entre 1999 y 2019, la esperanza de vida al nacimiento de los hombres ha pasado de una media de 75,4 a 80,9 años y la de las mujeres de 82,3 a 86,2 años, no puede abordar este reto demográfico con un planteamiento solamente asistencial o de cuidados. Ahora se llega a la jubilación con unas expectativas muy distintas a las de hace décadas. La mejora de los indicadores culturales y educativos ha propiciado una comunidad de mayores dinámica, proactiva y emprendedora que no se conforma con las ofertas de viajes del INSERSO y unos recursos con un enfoque paternalista.

Las discapacidades sobrevenidas con la vejez se asumen de manera muy distinta al fatalismo o la resignación, si nos hemos familiarizado con antelación con la diversidad funcional, el diseño inclusivo de nuestro entorno cotidiano, el cultivo permanente de la curiosidad o la empatía con las diferencias culturales, sociales o religiosas.

El aprendizaje sobre el envejecimiento nos debe aportar herramientas para tratar mejor a las personas que padecen deficiencias cognitivas o trastornos del comportamiento y carencias relacionadas con la salud mental, un ámbito muy descuidado por el Sistema Nacional de Salud.

Una excelente hoja de ruta para aprender a envejecer es Yo, vieja, el último libro de Anna Freixas con prólogo de Manuela Carmena, que estimula el diálogo intergeneracional para llegar a la vejez con libertad y autodeterminación.