Una nueva élite “explotadora” ha emergido en el imaginario ciudadano: la de los banqueros e intermediarios financieros cuyos salarios astronómicos no se corresponden con la percepción  de lo que contribuyen a la prosperidad y el bienestar general.

Una élite peligrosa
Una élite que, además, ha puesto en riesgo el interés general, generando enormes pérdidas sociales por las que no ha respondido, aparentemente en connivencia con las instituciones dedicadas a salvaguardarlo, incluidos los propios gobiernos. Posiblemente esta sensación generalizada explica en parte la progresiva desafección de la ciudadanía con respecto a sus gobernantes y las instituciones tradicionales de representación.

Los partidos políticos o los sindicatos parecen haber fracasado en la defensa de los intereses de la mayoría o de los grupos a los que decían representar, tanto con anterioridad a la crisis como, casi más, durante ésta.

También explicaría esta percepción general el resurgimiento reciente de partidos minoritarios de ideología extrema y discurso populista, que apelan con éxito al desencanto y frustración de las poblaciones europeas.

El ganador se lo queda todo
Es cierto que pese a los enormes avances que se han producido en nuestras sociedades en la mejora del nivel de vida de los colectivos más desfavorecidos, la crisis ha puesto de manifiesto desigualdades de renta crecientes, como señala, entre otros, el profesor Hacker, de la Universidad de Yale, en su libro Winner Take All Politics (La Política de el Ganador se lo Lleva Todo).

Igualmente, ha dejado al descubierto que el aumento de las diferencias económicas se ha venido salvando en muchos casos a través de la ampliación del acceso al crédito, que ha procurado durante un tiempo una falsa sensación de bienestar o riqueza a numerosas familias de renta baja o media.

Tras este proceso por el que se ha venido primando el beneficio individual y la eficiencia  de los mercados en la asignación de los recursos se halla el arrinconamiento del principio básico de justicia social en la teoría y la acción política, o su falta de adaptación al contexto actual.

Desde la crisis numerosos estudiosos o creadores de opinión en Europa y  otras partes del mundo, como Will Hutton en Them and Us, (Ellos y Nosotros) o Tony Judt en Ill fares de Land (Algo va mal), identifican la inequidad como un elemento determinante de la crisis y la situación actual, y reclaman la recuperación de este principio como criterio central y efectivo en la articulación de las relaciones entre el mercado, el Estado y la ciudadanía.

Justicia social y crecimiento económico
La crisis ha reabierto también un debate central en teoría económica, que en cierto modo explica la pérdida de importancia de la justicia social en los últimos años de ciclo expansivo en los que el crecimiento económico ha sido amo y rector de toda la acción pública: ¿es posible demostrar una relación causal entre mayores niveles de justicia social o equidad y crecimiento económico?

La evidencia empírica apunta a la existencia de una relación causal positiva entre igualdad de renta y crecimiento en el caso de países en vías de desarrollo.

Esta relación ha sido asumida recientemente por organizaciones internacionales como el Banco Mundial, que ha trabajado por ejemplo en Asia con los gobiernos de la región en la construcción y fortalecimiento de los sistemas de protección social con un objetivo también económico.

Sin embargo, la evidencia en países ricos, con niveles ya elevados de equidad, no es concluyente. Como resultado, en nuestras sociedades la justicia social se ha considerado meramente desde una perspectiva puramente ideológica, ética o incluso cívica, y no tanto económica.

El estallido de la crisis también ha puesto en cuestión este axioma, y ha llevado a expertos de diferentes ámbitos a  re-explorar la relación entre igualdad y crecimiento económico.

Consecuencias de la desigualdad
Entre los primeros en reabrir el tema en Europa destacan los epidemiólogos Wilkinson y Pickett, que en su libro The Spirit Level, de gran impacto en los círculos  socialdemócratas europeos, concluyen que los países con mayor desigualdad económica  registran peores indicadores educativos, de salud, y en el ámbito de la seguridad, lo que implica importantes costes económicos.

¿No es más eficiente, como intentan argumentar algunos expertos en el lenguaje de los economistas, que quien tenga acceso a la formación adecuada o a determinados empleos sea quien mayor talento o capacidad tiene y no quien acumula más recursos o influencia?

Y ¿no es social pero también económicamente insostenible continuar dando cobertura a las expectativas de una mayoría de los ciudadanos que se quedan atrás a través de recursos futuros inciertos, ya sea a través del crédito privado o la deuda pública?

Sin duda la crisis económica nos ha enseñado que la creencia de que el objetivo de justicia social se podría lograr sólo a través de políticas redistributivas, permitiendo a los mercados pre-asignar los recursos libremente y así garantizando el mayor crecimiento económico posible, es errónea.

Hace falta una profunda transformación
En el contexto actual, parece por tanto evidente que debe producirse una profunda transformación teórica y práctica en las relaciones tradicionales entre mercado, Estado y ciudadanía entorno a un principio renovado de justicia social.

Primero, el mercado, en concreto el financiero, debe volver a estar al servicio de los ciudadanos y del interés general. Es el propio Estado, a través de un reforzamiento y garantía de sus labores de control y supervisión y una independencia efectiva con respecto a los intereses que mueven a los mercados financieros, el que debe garantizarlo.

Pero también la propia ciudadanía tiene un papel que jugar en este sentido. Además del incesante desarrollo de la sociedad civil y los movimientos sociales cuyo potencial se ha multiplicado con las tecnologías de la información y comunicación, en países de nuestro entorno se están potenciando fórmulas innovadoras, como la “mutualización” de ciertas  empresas.

Segundo, el Estado debe recuperar la confianza de los ciudadanos para gestionar y defender el interés común desde la responsabilidad, garantizando y promoviendo que la asignación de recursos, privados y públicos, se corresponda con la contribución real de cada individuo y colectivo a la prosperidad de las sociedades.

Un principio renovado de justicia social debe primar por tanto en las decisiones y políticas públicas no sólo ex-post, con un objetivo re-distributivo, sino también, y como señala el profesor Hacker, ex-ante, con carácter pre-distributivo.

Un principio por el cual se prime el talento, la capacidad, el  trabajo, y su aportación al desarrollo real que una mayoría de los ciudadanos reclama, que dé prioridad a la innovación, la educación y el desarrollo del capital humano y social.

Compromiso de la sociedad
Por último, la ciudadanía y los propios mercados, en aras del mismo principio de justicia social deberán reforzar su compromiso y  responsabilidad con respecto al bienestar común en su interacción con el  Estado y entre ellos mismos. El concepto de co-responsabilidad en la defensa y el avance del bien común es importante en este sentido.

El futuro de este debate, que ya está presente en la calle igual que en los medios intelectuales y políticos europeos, y sus posibles  aplicaciones prácticas, no están claros todavía.

Lo que es indiscutible, pese a que por el momento no se hayan observado cambios sustanciales, es que si esta transición en nuestro  paradigma social, político y económico no se produce en el medio plazo seguiremos expuestos al  riesgo de una nueva crisis. Financiera, económica, política y, sobre todo, social.

Carmen De Paz Nieves es senior fellow responsable de la Red Internacional de la Fundación IDEAS