CTA BOLETIN
Del mismo modo que los pobres con más necesidades y menos escrúpulos aprovechan las grietas del Estado del bienestar para obtener ilegítimamente determinadas ayudas y del mismo modo que los ricos más desvergonzados aprovechan los resquicios de la legislación fiscal para evadir impuestos, las derechas de los países democráticos han descubierto que la justicia es un arma política de extraordinaria eficacia precisamente porque resulta muy difícil demostrar que opera como un arma política, y de ahí que sea tan complicado neutralizarla.

El Tribunal Supremo norteamericano hoy dominado por jueces designados por Donald Trump es ejemplo de ello, como también lo son los cinco años que el PP se ha resistido a renovar un Consejo General del Poder Judicial dominado por vocales conservadores: si tienes la llave del ascenso profesional de los jueces, muchos de ellos contarán hasta diez antes de decepcionarte a la hora de instruir una causa o dictar sentencia en un proceso de alto voltaje político. Lo que hizo Trump con el Supremo y ha hecho el PP con el Poder Judicial se llama cacicada.

El debate no es si la Ley de Amnistía o determinados aspectos de ella son una cacicada, aunque si no lo son lo parecen, sino si se trata de una cacicada constitucional o inconstitucional. O, en último término, si contravienen o no la legislación de la Unión Europea. El Tribunal Supremo ha decidido replicar a esa cacicada ajena con una cacicada propia, olvidando que hay cosas que los políticos pueden hacer pero no así los jueces, pues en el caso de estos no hay mecanismos reales y efectivos para hacerles pagar sus cacicadas, mientras que en el caso de los políticos hay instituciones expresamente diseñadas unas, como el Parlamento o la Prensa, para hacerles sonrojarse por sus cacicadas y otras, como el Voto, para hacerles pagar por ellas.

Escribir recto con renglones torcidos

Que la Ley de Amnistía es una ley ad hoc nadie puede ponerlo en duda, pero es que, de una manera u otra y por definición, todas las leyes de amnistía lo son. Tampoco debería haber muchas dudas para tildar de cacicadas la supresión del delito de sedición o la reforma del delito de malversación, y no porque no hubiera buenas razones para suprimir uno y reformar el otro, sino porque ambas decisiones no se tomaron para mejorar el Código Penal sino para acomodarlo a las necesidades de unos políticos condenados cuyo voto era imprescindible para que Pedro Sánchez fuera presidente del Gobierno.

Siendo todo ello cierto, también lo es que en ocasiones Pedro Sánchez y Dios escriben recto con renglones torcidos; es más, la política suele consistir muchas veces en eso, en escribir recto con renglones torcidos, en utilizar artes más que discutibles para alcanzar objetivos loables: si luego tales objetivos no se alcanzan o si una mayoría de ciudadanos estima que no eran tan loables como pensaba quien los promovió, este acaba siendo severamente castigado en las urnas. El Brexit fue una cacicada que los tories han pagado ocho años después de perpetrarla. La instrumentalización del Supremo fue una cacicada que Trump pagó en 2020 pero que tal vez le sea perdonada en 2024, en cuyo caso cabría añadir no sin algún pesar que también los electores suelen de cuando en cuando cometer sus propias cacicadas.

Aunque es obvio que los líderes del procés no se lucraron con los caudales públicos malversados y aunque es igualmente obvio que la Ley de Amnistía ampara, sin lugar a equívocos, a quienes no se hubieran lucrado personal y patrimonialmente con el dinero malversado, la Sala Segunda del Tribunal Supremo, con el juez Manuel Marchena como ponente, ha hecho una interpretación diametralmente contraria a lo prescrito por el legislador, a lo indicado por el sentido común y a lo evidenciado por la realidad. En contra de la letra y el espíritu de la ley, el Supremo entiende que sí hubo beneficio personal de los políticos independentistas, dado -argmentan los jueces- que gastaron dinero público y no dinero de su propio bolsillo para promover y financiar el fallido proceso independentista. Si esos autos del Supremo no son una cacicada, lo parecen; si el Supremo no ha aceptado pulpo como animal de compañía, lo parece.

¿Quién manda aquí?

Lo que inspira la interpretación del Supremo que excluye del perdón a Oriol Junqueras o Carles Puigdemont no es la pregunta de cómo debe aplicarse la ley sino la pregunta de quién manda aquí. Todo el texto rezuma mucho más el hedor propio de las luchas encarnizadas por el poder que la discreta fragancia de una honesta confrontación argumental.

Lo del Tribunal Supremo con los líderes independentistas y muy en particular con Carles Puigdemont es personal: lo es porque, sencillamente, no puede no serlo. Se fugaron con éxito de los jueces españoles ante los ojos de toda Europa y sus víctimas no están dispuestas de ninguna manera a perdonar aquella humillación.

Cuando un delincuente lleva años no solo eludiendo sino burlándose del policía que intenta detenerlo, la motivación principal de este para seguir obsesivamente sus pasos y meterlo en la cárcel no es tanto dar cumplimiento a una ley o una sentencia como dar cumplimiento al humano, demasiado humano, deseo de revancha: hará todo lo posible para que el tipo no siga riéndose de él; hay un momento en que al poli le da igual la puta ley porque piensa que la única forma de justicia que le queda es la venganza. No es la ley, soy yo; no son negocios, es personal.  

boton whatsapp 600