Está dicho, escrito y contrastado: cuando un político rectifica su principal preocupación es convencer al mundo de que no lo ha hecho. En política, tan importante como rectificar es simular que no se ha rectificado: una tarea de distracción esta última que acaba consumiendo tantas energías como las que se precisan para variar el rumbo de esa nave sobre la que se jura y se perjura que sigue manteniendo el mismo rumbo de siempre.

Sin tener en cuenta esa doblez tan característica de la política no es posible entender la extraña conducta del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont, cuyo regreso a Cataluña y nueva huida a Waterloo esta semana ha irritado a sus enemigos no menos de lo que desconcertado a sus amigos. Los primeros no dan crédito a lo sucedido el jueves 8 de agosto en pleno centro de Barcelona, cuando Puigdemont burló el ostentoso operativo de unos Mossos d’Esquadra cuyo ridículo bien podría pasar al libro Guinness de los récords de bochorno policial.

Por su parte, los amigos y seguidores del expresident no entienden nada, pues nadie entre ellos alcanza a ver cuáles son y a cuánto ascienden exactamente las supuestas ganancias obtenidas con esa jugada de trilero -ahora me veis, ahora no me veis- cuya principal consecuencia es haber dejado como unos primos a los policías autonómicos. Aunque algunos se empeñen en sostener que el mayor damnificado de la Segunda Huida ha sido el juez del Supremo Pablo Llarena, es obvio que se engañan: hasta el mosso más pardillo lo sabe.

'Verduras de las eras'

Hay una descomunal desproporción entre los evidentes riesgos corridos por Puigdemont al volver a España y los magros réditos obtenidos con ese acelerado regreso que el expresident ha querido pero no ha conseguido revestir de épica. Con este gesto voluntarioso pero fallido, el Puigdemont que hizo presidente a Pedro Sánchez y negocia cada día con el Gobierno de España parece que intentara convencernos y aun convencerse a sí mismo de que sigue siendo el patriota heroico, inflexible y rocoso que no se ha movido un milímetro de sus posiciones de 2017. Para un político, rectificar no es sabios sino de incautos; es crucial, por tanto, disimular.

Cierto que con su breve regreso le robó por unas horas el protagonismo al nuevo presidente catalán, el socialista Salvador Illa, pero tal hurto ha sido apenas flor de un día: polvo, niebla, sombra, nada. Si el balance de la Primera Huida ha sido más que notable porque no ha habido en los siete años transcurridos ningún juez europeo que haya respaldado la orden de detención dictada por la justicia española, el balance en cambio de la Segunda Huida está siendo decepcionante para el fugado. Cierto que Puigdemont puede convertir el mandato de Pedro Sánchez en un infierno, pero para poner en marcha esa más que probable Operación Averno no necesitaba montar la performance exhibida el jueves en el paseo de San Juan de Barcelona.

'Que no, que no quiero verla'

Puigdemont se ha convertido en el hombre que huía demasiado, y no solamente porque esta Segunda Fuga haya estado de más, sino porque el inquilino de Waterloo es hoy por hoy el político europeo más aventajado en la conocida disciplina denominada Huir de la Realidad, especialidad existencial en la que, a qué negarlo, todos, políticos y civiles, competimos “desde el primer sollozo de la cuna” aun sin saber que lo hacemos.

Aunque las elecciones catalanas del 12 de mayo determinaron con bastante precisión quién habría de ser el próximo presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont i Casamajó se niega a admitir esa incontestable realidad. Seguramente se niega a admitirla porque no puede no negarse, pues de lo contrario tendría que admitir que la Cataluña patriótica, unilateral y obsesivamente compacta que él imaginaba no existe: en realidad, nunca existió, por mucho que el ‘procés’ se empeñara en lo contrario. Si el ‘procés’ fue la negación, deliberada, temeraria negación, de la Cataluña real, la Segunda Huida de Puigdemont ha sido la negación y la puesta en cuestión de la Cataluña institucional, encarnada por su policía nacional.

Puigdemont se ha convertido en un hombre a la fuga cuya principal singularidad no es tanto su fe en la independencia como su confianza en la huida; la huida se ha convertido en su principal y más sobresaliente rasgo no solo político y no solo judicial sino propiamente existencial. Desde la lejanía brumosa y un tanto melancólica de Waterloo, ya que no ha podido reventar la nueva legislatura catalana, su último cartucho es reventar la legislatura española, pero si hace uso de él se infligirá a sí mismo heridas no menos mortales de las que podría causar a Pedro Sánchez. De ser así, asistiríamos muy probablemente a la Tercera Huida, esta sí definitiva, esta sí Para Siempre.

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