Como todos los años, hace un mes Nueva York acogió el inicio del «curso» político internacional. Jefes de Estado y de gobierno, junto a ministros, diplomáticos y representantes de la sociedad civil se dieron cita en esta ciudad para confrontar ideas, proponer acciones y encauzar la gobernanza mundial.

Este año la agenda se centró principalmente en la necesidad de la lucha contra el cambio climático, así como en la preparación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, como propuestas post-2015. Sin embargo, junto a estos desafíos que merecen un tratamiento singularizado, las mayores inquietudes y preocupaciones se volcaron hacia Oriente Próximo; este Oriente desorientado y desgarrado que, año a año, se fragmenta y se divide cada vez más. Paralelamente a la ebullición de citas y reuniones, las tranquilas salas del Metropolitan Museumacogieron una magnífica exposición titulada «De Asiria a Iberia» que, al margen de su interés científico y museístico, recordaba acertadamente los lazos históricos y culturales que esta región mantiene con el mundo occidental. Sería recomendable que, los responsables políticos y militares que se ocupan de esta región, visiten la exposición del Metropolitan y extraigan las lecciones de este período, pues contribuye a comprender las profundas raíces y la interacción entre Oriente Próximo y los países del Mediterráneo. Ya que hablar de Mesopotamia, del actual Irak, es evocar nuestro más profundo legado histórico en el que la escritura, el estado, la diplomacia, la religión, el comercio…, en definitiva, el poder y los elementos básicos del orden público Occidental, encuentran sus raíces. Recordar a Ur a Hammurabi, a los sumerios, Babel, Nabucodonosor o Babilonia, no debe ser algo extraño para un pensador o un político Occidental y, sin embargo, esa Mesopotamia, como señaló el politólogo francés, Bruno Étienne, «fue arrasada» en 1992, con la primera intervención americana y, totalmente desvertebrada, a partir de la segunda guerra del Golfo.

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