En un nuevo paso que amenaza con consolidar una estrategia de limpieza étnica bajo el disfraz de “asistencia humanitaria”, el Gobierno de Israel con Benjamin Netanyahu a la cabeza ha revelado sus planes para establecer un campamento cerrado en las ruinas de Rafah, al sur de la Franja de Gaza. Así lo anunció este lunes el ministro de Defensa, Israel Katz, quien ordenó formalmente al ejército poner en marcha el proyecto. La instalación servirá, según palabras del propio ministro, para albergar a 600.000 palestinos, que una vez dentro del perímetro no podrán salir.
La propuesta, difundida por varios medios israelíes, prevé levantar este “recinto humanitario” sobre una ciudad devastada por la guerra. La zona elegida no es casual: se trata de Rafah, donde miles de gazatíes fueron obligados a refugiarse tras los incesantes bombardeos israelíes. Ahora, la misma ciudad podría convertirse en un gigantesco campo cerrado, bajo control militar, donde se retenga a una parte significativa de la población palestina con la excusa de “protegerla” del grupo islamista Hamás.
La iniciativa de Katz está diseñada, según el relato oficial, para los desplazados ya asentados en el campamento de Al Mawasi, situado en el suroeste de la Franja. Esa zona, declarada anteriormente por Israel como “humanitaria”, ha sido bombardeada en repetidas ocasiones, incluso después de los avisos de evacuación lanzados por el ejército. “Ciudad humanitaria” es el término empleado por el ministro, aunque los antecedentes y las condiciones que se perfilan no dejan lugar a equívocos: estamos ante una nueva forma de encierro masivo, sin garantías jurídicas ni protección real frente al conflicto.
La noticia ha salido a la luz apenas unas horas antes del encuentro entre Benjamin Netanyahu y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Washington. La reunión, enmarcada en la creciente complicidad política y militar entre ambos mandatarios, coincide con otras revelaciones preocupantes. Según informó Reuters, la denominada Fundación Humanitaria de Gaza (GHF por sus siglas en inglés), un controvertido entramado vinculado a intereses de Israel y Estados Unidos, contempla también la construcción de “áreas de tránsito humanitario” dentro y fuera de Gaza.
El argumento que sostienen tanto la GHF como el Gobierno israelí es el mismo: sacar a los civiles del supuesto control de Hamás. Pero lo que se esconde tras este lenguaje edulcorado es un esquema que recuerda más a una estrategia de segregación poblacional y desplazamiento forzoso que a una operación de ayuda humanitaria. De hecho, el propio Katz reconoció que el plan para Rafah no excluye seguir presionando a la población civil para abandonar la Franja. Una propuesta que el Gobierno israelí lleva meses impulsando bajo el eufemismo de “emigración voluntaria”. Donald Trump fue uno de los primeros en verbalizar esta línea. Pocos días después de asumir el cargo en enero, propuso abiertamente deportar a los gazatíes y construir sobre sus tierras “una ciudad de vacaciones” a orillas del Mediterráneo. Su propuesta, tan burda como agresiva, fue aplaudida sin reservas por el Ejecutivo de Netanyahu.
Las nuevas instalaciones proyectadas en Rafah estarían vigiladas por el ejército israelí, que mantendría el control del perímetro. La gestión del interior se delegaría, según ha señalado Katz, en organismos internacionales. El calendario planteado sugiere que los trabajos de construcción comenzarían durante los dos meses de tregua en la Franja propuestos por Trump y discutidos con Netanyahu en la Casa Blanca. Según la versión oficial, el objetivo sería “mantener a salvo a los civiles palestinos de Hamás”.
Pero esta propuesta no ha sido bien recibida por todos los sectores del poder israelí. Eyal Zamir, jefe de las Fuerzas Armadas, ha mostrado reservas ante un plan que considera fuera de su marco de acción. Según las filtraciones de las últimas reuniones del gabinete de seguridad, Zamir no comparte la idea de movilizar masivamente a la población, ni dentro ni fuera del enclave. Su postura ha generado tensiones crecientes con el ala política liderada por Netanyahu, que lleva días intensificando la presión sobre el mando militar para ejecutar decisiones que podrían suponer graves violaciones del derecho internacional.
La experiencia acumulada en esta guerra apunta a que las denominadas “zonas humanitarias” proclamadas por Israel no han ofrecido ni seguridad ni protección. Al contrario: han sido repetidamente bombardeadas. Es el caso de Al Mawasi, donde miles de personas desplazadas viven hacinadas entre tiendas y estructuras precarias, mientras los ataques no cesan. La ONU y múltiples organizaciones humanitarias han advertido de forma reiterada que “no hay zonas seguras en Gaza”. Un diagnóstico que se suma a las denuncias de Human Rights Watch, que califica las órdenes de desplazamiento forzoso emitidas por el ejército israelí como “ilegales” y constitutivas de “crímenes de guerra”.
El nuevo proyecto contempla controles estrictos en el acceso al campamento de Rafah. Según medios israelíes, todas las personas que quieran ingresar deberán pasar revisiones para garantizar que no portan armas. Dentro del recinto se habilitarían zonas de alojamiento y suministro de alimentos. Pero, como ha ocurrido con otras iniciativas similares, el objetivo no es únicamente logístico. Se trata, en realidad, de mantener a la población palestina bajo vigilancia permanente, confinada en espacios donde Israel ejerce el control absoluto.
La operación está dotada de un presupuesto astronómico: 2.000 millones de dólares, es decir, unos 1.710 millones de euros. Según Reuters, el plan fue diseñado el pasado mes de febrero, presentado ante la Administración Trump y discutido posteriormente en la Casa Blanca. El documento describe estos campos como “lugares a gran escala” y “voluntarios” donde los palestinos podrían “rescindir temporalmente, desradicalizarse, reintegrarse y prepararse para reubicarse si así lo desea”. Un lenguaje paternalista y peligrosamente ambiguo que encierra una operación de ingeniería demográfica sin precedentes.
Desde la GHF niegan estar implicados directamente en este proyecto. En declaraciones recogidas por Reuters, afirman que su labor se limita a la distribución de ayuda. Sin embargo, un informe de Naciones Unidas reveló el pasado jueves que más de 500 personas han muerto desde que este entramado comenzó sus actividades en mayo. El dato pone en entredicho la supuesta función humanitaria de una red que opera en coordinación con potencias ocupantes y sin supervisión internacional efectiva.
La historia se repite en bucle. Israel anuncia nuevas zonas “seguras”, pero su ejército continúa lanzando bombas sobre ellas. Promete protección, pero impone encierro. Habla de voluntariedad, pero fuerza desplazamientos masivos. Y mientras tanto, Naciones Unidas, organizaciones de derechos humanos y expertos en derecho internacional alertan de lo evidente: lo que se está consolidando no es un plan de ayuda, sino un modelo sistemático de segregación y expulsión. Un modelo que, lejos de aliviar el sufrimiento de los gazatíes, lo institucionaliza.