Donald Trump, que hasta el último momento se empecinó en negarse a ver que la pandemia del coronavirus era una amenaza tan letal como global, y que por tanto más pronto que tarde afectaría a Estados Unidos, se empeña ahora en denominarla “gripe china”. Tal vez lo haga como ocurrió ya con la que, en 1918, dieron en denominar “gripe española”: causó en total casi 40.000.000 víctimas mortales, pero su origen no estuvo en España sino en Estados Unidos; en concreto en algunos campamentos militares de aquel país, y más en concreto en Fort Riley, en el estado de Kansas, llegando a Europa a través del puerto francés de Brest, con uno de los desplazamientos de soldados estadounidenses que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Precisamente la lógica importancia que todos los medios de comunicación de los países implicados directamente en aquel conflicto hizo que no destacaran los efectos devastadores de aquella pandemia, que sí reflejaron los periódicos españoles de la época, mucho menos interesados en un gran conflicto bélico en el que, por suerte, España no estaba implicada.

Es evidente que el COVID-19 tiene su inicio en China, y en concreto en Wuhan y sus alrededores más inmediatos. También es evidente que, a pesar de todos los pesares, China se ha enfrentado a este virus con gran eficacia, aunque lo ha hecho quizás con algo de lentitud y, en especial, desatendiendo, ocultando e incluso silenciando, los avisos de algunos de sus epidemiólogos más reputados, algunos de ellos víctimas mortales del coronavirus. Con la contundencia propia de un régimen dictatorial, y al mismo tiempo con todos los grandes medios de personal, materiales, instalaciones y dotaciones económicas propios de una auténtica superpotencia, el gobierno chino ha desarrollado una respuesta sanitaria y de asistencia social de una eficencia extraordinaria. Y ahora, cuando parece que ha logrado acabar ya con el COVID-19 en China, se presta a ayudar a países europeos como Italia, España o Francia, entre otros, en una magnífica operación de relaciones públicas internacionales.

Recuerdo aún muy vívidamente mi llegada a China, en unas vacaciones de verano de principios de los años 90. A nuestra llegada al aeropuerto de Shangai, y en nuestros primeros recorridos por aquella inmensa megalópolis, nos costaba comprender que estábamos realmente en China, por lo mucho que aquella gran ciudad tenía de modernidad, de gran desarrollo, incluso de una opulencia genuinamente capitalista… Durante las restantes semanas del viaje pudimos comprobar que Shangai era entonces la punta de lanza del desarrollo imparable de un país que se preparaba para convertirse en una gran superpotencia, aunque lo hiciese manteniendo un tiránico régimen comunista, como lo había demostrado con su represión en la plaza de Tiananmen de Pequín, en 1989, así como en muchas otras actuaciones anteriores y posteriores contra quienes pugnaban por conseguir que la democracia llegase al fin a China.

Han pasado los años, hoy nadie pone en duda ya que China es una de las pocas superpotencias mundiales, que muy bien puede ser que no tarde en ser la única gran potencia, y que no parece que la democracia avance en aquel país. Pero “China está cerca”, como titulaba el cineasta italiano Marco Bellocchio su película de 1967, “La Cina è vicina”, aunque en su filme se refería más a las tendencias prochinas de algunos grupos comunistas de su país. Era, de alguna manera, una primera aproximación, desde una cinematografía tan politizada entonces como la italiana, a la creciente influencia que China ejercía ya en Europa.

Es muy cierto que somos cada vez más pocos los que recordamos aquel filme de Marco Bellocchio. Somos muchos más, no obstante, los que recordamos las mortales represiones que se produjeron en 1989 en Tiananmen, que pocos años después los turistas recorríamos en silencio y entre grandes muestras de seguridad. Pero somos muchísimos menos, sin duda alguna, los que todavía recordamos aquellos Domunds, aquellos anuales Domingos Mundiales de las Misiones, celebrados los penúltimos domingos del mes de octubre, en aquella España del nacionalcatolicismo franquista, en las que en las parroquias y en los centros escolares religiosos se recogían las donaciones de los fieles para las misiones católicos, citando entre otros objetivos “la conversión de los chinitos”…

Sí, ya lo sé: estas son las reflexiones propias de un viejo, son “las batallitas del abuelo”. Lo son, entre otras razones porque por suerte soy un abuelo, porque por suerte he llegado a viejo, aunque ello me haya convertido en personal de riesgo frente a esta pandemia a la que Donald Trump sigue empeñándose en llamar “gripe china”, quizás con la misma razón con la que, un siglo atrás, se impuso el término de “gripe española” a una pandemia que tuvo su origen en Estados Unidos.