Perded toda esperanza: el ruido y la injuria no cesarán hasta que la derecha regrese al poder. Pero no os llevéis a engaño: la izquierda ya participa, aunque se avergüence, de los métodos de la derecha embarrando el Congreso de los Diputados con réplicas y argumentos no menos deliberadamente ofensivos que los esgrimidos por su adversaria. Cuando el campo de juego se enfanga, perdemos todos. “Sí, pero unos más que otros; y la política consiste en eso, en trabar batalla y quedar menos enlodado que el adversario”, replica el cínico de guardia, réplica a su vez del ángel turbio que todos llevamos dentro.

En el PP y en buena parte de sus votantes cunde la idea de que Pedro Sánchez les arrebató el poder con malas artes, merced a una alianza contra natura con los enemigos de España. La derecha está embarcada en una guerra santa, derivación a su vez de aquella que inicialmente los teólogos del pasado identificaron como ‘guerra justa’. Cuando alguien decide librar contra ti una cruzada, eso significa que la fe ha suplantado a la política, de manera que los argumentos en tu defensa, aun siendo razonables, no hacen mella alguna en la ciega determinación de tus agresores. 

Una larga tradición

La derecha española lleva dos siglos librando guerras santas: santas fueron las guerras civiles del XIX que la historiografía conoce como guerras carlistas y santa fue la Guerra Civil del 36, que no se denomina guerra carlista pero que en el fondo era una prolongación de sus hermanas del siglo anterior, el último coletazo del monstruo insaciable que había ensangrentado los campos de España desde hacía más de cien años. 

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Antes del golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil, las derechas combatieron sin descanso a la República alineadas bajo el estandarte de la guerra santa, cuya principal ventaja es que que para declararla no necesitas perder antes el tiempo parlamentando, pues con los herejes no se discute, simplemente se acaba con ellos, y no porque hayan hecho mal esto o aquello, sino porque han dejado de adorar al verdadero Dios, que siempre será de derechas, para sucumbir a la idolatría.  

También, a su manera, la de Carles Puigdemont es una guerra santa en la que los herejes son todos los españoles y parte de los catalanes, en concreto los catalanes que, por haber apostatado de la verdadera fe, no votan candidaturas patrióticas en general y, en último término, la suya en particular. No en vano Puigdemont es nuestro último carlista genuino. Desde hace demasiado tiempo, en España estamos sobrados de guerras santas. Es una desgracia, porque son guerras que no se libran contra un adversario o un enemigo, sino contra un hereje, que por definición es alguien equivocado.

La guerra de la derecha contra la ley de amnistía ha sido y es una batalla más de la guerra santa. ¿Hasta cuándo lo seguirá siendo? Seguramente hasta que Feijóo sea presidente del Gobierno. Desde el principio, el rechazo a la amnistía no era argumental sino visceral, no era racional sino teologal, era una impugnación previa y anterior a todo argumento; de haberse tratado de una recusación racional, sus detractores se habrían remitido al Tribunal Constitucional, dejando bien sentado que, como no puede ser de otra manera, es este órgano y solo él quien debe determinar si la ley de amnistía es lo que dice la derecha o es lo que dice la izquierda.

El cónclave

Pero mientras llega el dictamen del Constitucional, la Comisión de Venecia ha hablado. Ha hablado y ha dado la razón al Gobierno en lo importante y al PP en lo accesorio. Bastaba ver esta semana las portadas de los digitales más importantes: el dictamen de la Comisión era la noticia de apertura en los diarios que simpatizan con el Ejecutivo y era relegada a rincones subalternos de la Home en los medios antigubernamentales. 

El PP había acudido a la Comisión de Venecia como los príncipes y reyes de antaño acudían al papa de Roma para que mediara en los litigios entre ellos. Lo que dijera el Papa iba a misa. Y quien no aceptara su dictamen, excomunión y a otra cosa. Al pío PP le ha salido esta vez el tiro por la culata porque los príncipes de la inteligencia y del derecho –que precisamente por tener tales atributos son miembros del cónclave de Venecia– no le han dado la razón. Es seguro que Feijóo se agarrará a los reproches colaterales de la comisión, pero es poco probable que mantenga tan alto y en los mismos términos que hasta ahora el innoble listón del ruido y la injuria. 

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El éxito de la Moncloa ha sido inequívoco pero, a Dios gracias, no total: si lo hubiera sido, la Comisión de Venecia no tendría seguramente el prestigio que tiene. Los reproches de la Comisión a la ley de amnistía son colaterales con respecto a la sustancia de lo aprobado, pero nucleares con respecto a la forma en que se ha aprobado. El argumento principal de la calle Génova era que se trataba de una ley ilegítima que atentaba contra la división de poderes. La Comisión de Venecia dice taxativamente que no es así y recuerda que, en muchos países democráticos, las leyes de amnistía han demostrado ser una buena herramienta para restañar heridas y curar divisiones de naturaleza política pero con derivadas penales.

Un escollo insalvable

También dice la Comisión que una ley tan importante requeriría una mayoría parlamentaria mucho más holgada y, en consecuencia, un consenso social más amplio cuya ausencia en el caso de la ley española “ha profundizado una honda y virulenta división en la clase política, las instituciones, la judicatura, el mundo académico y la sociedad españolas”. Cierto, pero el escollo insalvable para alcanzar ese deseable consenso social que recomienda la Comisión de Venecia es que nuestra derecha jamás se avendrá a él; no al menos hasta que no alcance el poder. 

Mas no dramaticemos. Al fin y al cabo, en la España de hoy las guerras santas tienen al menos dos grandísimas ventajas con respecto a sus primas hermanas del pasado: que acostumbran a durar lo que sus promotores tardan en dejar la oposición y regresar al poder; y que las armas con que se libran no son el obús y la pólvora, sino la mentira y el barro, que ciertamente lo ensucian todo, pero al menos no matan a nadie.