Carles Puigdemont ya tiene una excusa para encarecer la investidura de Pedro Sánchez y en su caso plantarse alegando que sigue el mandato democrático de 4.021 socios de su entramado pseudo institucional de la república de Waterloo al que nadie hace caso, salvo el expresidente de la Generalitat. Al menos hasta ahora. La petición de hacer naufragar la formación de un gobierno en España (se supone que a pesar de que pudiera aceptar las exigencias del mismo Puigdemont) es el reflejo del sector del independentismo partidario de paralizar al Estado español como estrategia para avanzar hacia la independencia. Ni Junts, ni mucho menos ERC se van a dar por enterados de esta votación del Consell de la República, una especie de RACC (Real Automóvil Club de Catalunya) del soberanismo.

El independentismo navega desde hace tiempo en un mar de contradicciones estratégicas de gran calado. Sin embargo, la caprichosa ley d’Hondt les concedió una posición política privilegiada en la política española que, de todas maneras, están gestionado cada uno por su lado. Hasta ahora, incluso coincidiendo en los enunciados de las reclamaciones centrales de amnistía y referéndum, ERC y Puigdemont habían ido dejando migas de pan en caminos diferentes, especialmente en lo que se refiere a calendario de materialización de las exigencias. La idea de que nada valía la pena para la causa de la secesión y que lo inteligente sería forzar unas nuevas elecciones y así sucesivamente hasta empujar al PSOE y al PP a la gran coalición siempre ha estado ahí, esperando el choque frontal con un gobierno de la razón de estado.

El hecho de que ayer coincidieran dos noticias negativas para los relatos proclamados por Puigdemont no tiene por qué suponer un volantazo al diálogo con el PSOE por parte Waterloo. Que su propia asociación se posicione en contra de las negociaciones y que países amigos de la causa como Letonia y Lituania se opongan a la oficialización del catalán en la Unión Europea, no parece que vayan a influir decisivamente en el ex presidente de la Generalitat, por las señales emitidas por su entorno. En el peor de los casos, la intromisión del 4,5% de los socios del Consell per la República en los contactos que se mantienen con los socialistas puede actuar como excusa para endurecer alguna posición del expresidente. Las relaciones de Puigdemont con su asociación no pasan por el mejor momento y este episodio podría acelerar la reforma del consejo para evitarse disgustos.

Otra cosa es el efecto que esta apuesta de los socios de Puigdemont por la ruptura de la negociación vaya a tener en Junts. El partido que dirige formalmente Jordi Turull en comandita con Laura Borràs ha permanecido en segundo plano en esta etapa. El fracaso de toda capitalización de la posición en el Congreso, otorgada por sus siete diputados, supondría un golpe material y político para una organización muy necesitada de centralidad y recursos. De hacer caso Puigdemont a los outsiders del consejo de Waterloo podría complicar su posición de deus et machina de Junts.

Para ERC, la votación entre puigdemontistas no le va a modificar los planes; hace tiempo que tiene descontada la oposición del sector de los independentistas partidarios del cuanto peor para el Estado, mejor para las expectativas de secesión. Para el gobierno de Pere Aragonés habrá supuesto mayor decepción el nuevo retraso en la oficialización del catalán en las instituciones europeas. En los últimos días, la Generalitat incluso presentó una campaña publicitaria, complementaria a los animosos esfuerzos de Meritxell Serret, consejera de Acció Exterior i Unió Europea, ante los gobiernos comunitarios. Probablemente pensarían en la inminencia de la luz verde al reconocimiento. El aplazamiento de la decisión, sin duda, será culpa de la ineficacia del gobierno español.