Hace unos días, el líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, en una intervención pública, pronunció una sentencia tan desafortunada como reveladora: había que elegir entre democracia o prosperidad. Imagino que fue un lapsus, una lectura errónea, en todo caso un planteamiento político equivocado. Si uno hace un breve repaso a la historia de la España contemporánea observará precisamente lo contrario: en nuestro país sólo ha habido prosperidad cuando ha habido democracia y cuando ha faltado la libertad, la economía ha sufrido las consecuencias del autoritarismo, la corrupción y el aislamiento.
La economía española del último siglo es una prueba elocuente de lo que afirmamos. Hace cien años, en los años veinte, España vivía bajo una dictadura, la de Miguel Primo de Rivera, que había nacido de la mano del rey Alfonso XIII, en un intento desesperado por ocultar el desastre del ejército español en Marruecos. El desastre de Annual, en 1921, costó la vida a más de 8.000 soldados españoles (la mayoría de reemplazo), revelando la profunda corrupción y desorganización del régimen, unos hechos que pondría de relieve el Expediente Picasso, que provocó un auténtico terremoto político, ya que en la Comisión de Responsabilidades se apuntaba ya a la figura del monarca como responsable de “desastre”, antes de que esta comisión concluyera sus trabajos se produjo el golpe de estado de Primo de Rivera. La dictadura pretendía imponer orden y lo intentó a costa de la libertad, y la supuesta estabilidad que trajo no pudo ocultar el agotamiento del modelo económico y político de la Restauración. La corrupción y el clientelismo carcomían desde dentro a la monarquía.
La caída de la dictadura y la proclamación de la Segunda República en 1931 trajeron a España vientos de libertad y esperanza, pero también coincidieron con una coyuntura económica mundial adversa. La crisis de 1929, originada en el crack de la Bolsa de Nueva York, había afectado a toda Europa y también a España, que vio caer su comercio exterior especialmente al sector agrario, que era la base de la economía española. Aun así, la República intentó modernizar el país, impulsar la educación. democratizar la economía o impulsar la necesaria reforma agraria, pero el conflicto social, el miedo de las viejas élites y el ascenso del fascismo, llevarían a que los elementos más conservadores del ejército, la política y la Iglesia Católica se unieran para propiciar el golpe de estado que, tras su fracaso, desembocaría en la Guerra Civil de 1936, una catástrofe que destruyó el tejido productivo nacional y truncó el proceso de modernización en curso.
La guerra redujo la producción industrial en más de un tercio y hundió el PIB per cápita a niveles de comienzos de siglo. Los estudios económicos coinciden en que España no recuperó el nivel de renta per cápita de 1935 hasta inicios de los años cincuenta, es decir, fueron dos décadas perdidas. El franquismo impuso la autarquía, el aislamiento internacional y la represión política. La pobreza y la escasez marcaron los años cuarenta, mientras el resto de Europa reconstruía sus economías gracias al Plan Marshall, del que España quedó excluida por motivos políticos.
Se vislumbró un cambio de rumbo económico en 1959 con los llamados Planes de Estabilización, así comenzó el llamado “milagro español” que consistió fundamentalmente una apertura parcial de la economía, la llegada de inversiones extranjeras y, sobre todo, el boom del turismo, que transformó el país en los años sesenta. Sin embargo, aquel crecimiento se levantó sobre una sociedad sin libertades, con una distribución muy desigual de la riqueza y un control férreo del poder por parte de una oligarquía económica y política. El progreso material no se tradujo en derechos. La prosperidad estaba limitada por la falta de democracia.
La muerte de Franco y la llegada de la democracia abrieron el periodo más largo de libertad, estabilidad y crecimiento de toda la historia contemporánea de España. Desde 1978, la economía española ha vivido una transformación profunda: la adhesión a la Comunidad Económica Europea en 1986, la modernización de las infraestructuras, la expansión educativa y el fortalecimiento de un Estado del bienestar que ha reducido desigualdades. España ha atravesado crisis severas (la de 1993, la financiera de 2008, la pandemia de 2020), pero las ha superado siempre dentro de un marco de libertades, con instituciones sólidas y sin recurrir a salidas autoritarias.
La democracia, además, no sólo ha generado crecimiento: ha permitido repartir mejor la prosperidad. La creación de las comunidades autónomas ha contribuido a descentralizar el poder y, con ello, a equilibrar territorialmente el desarrollo económico. Regiones históricamente olvidadas por el centralismo han podido construir su propio camino de progreso. Esta descentralización política, lejos de ser un obstáculo, ha sido un motor de cohesión económica y social de nuestro país.
Hoy, cuando se cumple el medio siglo de la muerte de Franco, España es una democracia consolidada, plenamente equiparable a las democracias más avanzadas del mundo y, lo que sería una paradoja según las tesis de Feijóo, España es el país que más crece de Europa (son datos del Financial Times de este 2025). La libertad y la prosperidad no solo son compatibles: son inseparables.
La historia económica de España nos lo muestra con claridad: con la dictadura, ha habido atraso; cuando llegó la democracia, llegó el progreso. Por eso resulta tan preocupante escuchar a un líder político contraponer ambas ideas, como si fueran incompatibles. Sí lo son pero en el sentido opuesto al que Feijóo insinuaba: la prosperidad nunca ha venido de la mano del autoritarismo. España ha sido, y sigue siendo, más próspera cuanto más libre ha sido.
El corolario. De la misma manera que Feijóo, pero sin rectificaciones ni lamentaciones de lapsus, en Balears la presidenta Prohens, seguidora acérrima de los dictados de Feijóo, nos plantea la disyuntiva entre sostenibilidad y prosperidad. De sus actuaciones, que no de sus palabras, vemos cómo impulsan el crecimiento urbanístico, el crecimiento en plazas turísticas, en oferta de vivienda vacacional… cómo si la única forma de “prosperar” fuera a costa de la sostenibilidad de las Illes Balears, urbanizando el suelo rústico, batiendo récords de visitantes, llenando carreteras y autopistas de coches, llevando a los residentes a una situación calificada ya sin ambages de saturación. Ante los efectos que provoca ésta, como es el encarecimiento del coste de la vida, en particular de la vivienda, que es ya inalcanzable para clases medias y trabajadoras, la respuesta es que tenemos que anteponer la prosperidad. Craso error, la prosperidad no es un crecimiento económico y urbanístico que los lleve al colapso, al rechazo social, que acabará volviéndose en contra del propio modelo, sino limitarlo, frenarlo, apostar por la sostenibilidad porque sin ella acabará por no ser viable, entonces entenderán que sin sostenibilidad no hay prosperidad, y tal vez ya sea tarde.
Cosme Bonet
Exsenador y Secretario de Organización del PSIB-PSOE