El 21 de julio de 2018 Pablo Casado fue elegido presidente del Partido Popular. Lo hacía sucediendo a un Mariano Rajoy que tuvo que salir por la puerta de atrás, tanto del Congreso como de Génova, tras perder la presidencia del Gobierno en la primera moción de censura que triunfaba en la historia de la democracia española. Lo hizo gracias a la capacidad de forjar alianzas de un Pedro Sánchez que volvía al hemiciclo en un proceso totalmente contrario al del líder caído.

Aquella noche fatídica en un restaurante madrileño las cabezas pensantes del PP empezaron a ver que sería necesario preparar la sucesión de Rajoy. Su tiempo había pasado, y las sospechas y causas pendientes de corrupción eran una losa demasiado larga para cualquier formación. Soraya Sáenz de Santamaría era la sucesora natural y favorita en el plebiscito interno. Con ella dieron el paso María Dolores de Cospedal y un hasta el momento más desconocido Pablo Casado. Era joven, fresco y recuperaba las esencias del aznarismo en un momento en el que el ala más conservadora del PP clamaba contra las cesiones de Rajoy con el independentismo.

Cospedal se retiró y prestó apoyo a Casado. También lo hizo Aznar. Rajoy, por su parte, estaba desconectado. Demasiado lastre para Sáenz de Santamaría, que salió por la puerta de atrás fichando rápidamente por un bufete de abogados y saliendo de la primera línea política. Este fue el primer paso de la desrajoyización, pero no el único. El fichaje de perfiles como Adolfo Suárez Illana o Cayetana Álvarez de Toledo para los comicios del 28 de abril daban alguna pista de la hoja de ruta del nuevo y renovado PP. También lo hacían las intervenciones durante la campaña del popular, que había visto cómo Vox cosechaba 12 diputados cuatro meses atrás en Andalucía y trataba de frenar la sangría de votos hacia el espacio ultra radicalizando su propio discurso.

Como era de esperar, no salió bien. Lo jugó todo a la derecha y perdió, obteniendo los peores resultados de la historia del PP (66 escaños). En ese momento los cimientos de la sede de los populares empezaron a tambalearse: muchos fueron los barones que fuera de cámaras reconocieron que Casado no les llevaría nunca a la presidencia. Sin embargo, resistió. Lo hizo porque apenas un mes después José Luis Martínez-Almeida e Isabel Díaz Ayuso lo auparon a la terraza de las celebraciones en una noche electoral que era una moneda al aire para el proyecto Casado. Salió cara. Aguantó. Meses después, tendría su propia segunda vuelta por la incapacidad de Sánchez e Iglesias para alcanzar un acuerdo.

La noche electoral del 10 de noviembre fue algo mejor en lo particular. Alejó a Ciudadanos, aunque subió Vox. El PP consiguió 23 escaños más y salvó la cara, aunque a nadie se le debe olvidar que este es el segundo peor resultado cosechado por la marca desde que adoptara sus propias siglas. Desde entonces, la oposición ha sido frontal y dura. Los reproches se han constituido en la marca personal del PP.

El coronavirus llegó antes de que el Gobierno hubiera tenido sus 100 días de gracia. Nada nuevo, porque el PP de Casado no dio ni dos segundos al Ejecutivo. Condenando a Pedro Sánchez por sus socios de Gobierno, el líder conservador ha llegado a decir que Sánchez es el presidente más radical de la democracia de España. Ha llegado a apoyar a un candidato extranjero para presidir el Eurogrupo. Incluso ha jugado a la ruleta rusa con los pactos de reconstrucción europeos que ahora tratan de apropiarse.

El PP de Casado crece en algunas encuestas, pero sigue lejos de La Moncloa. La lucha por un mismo target que tienen los azules con la extrema derecha y el renovado Ciudadanos de Arrimadas es demasiado para superar la criba de la ley electoral. La aritmética es caprichosa y queda mucho tiempo para forjar un nuevo camino. Por el momento, Casado y su pléyade más cercana defienden a Vox mientras atacan a Alberto Núñez Feijóo -como hiciera la portavoz parlamentaria Álvarez de Toledo-. Iturgaiz, apuesta personal de Génova, cayó. El presidente gallego ganó, sin el PP, con un lema basado en la tierra y en su propio perfil: “En Galicia no queremos ni tutelas ni tu tías”, remachó Feijóo. Dos años después, Génova sigue igual de inestable.