El senador del Partido Popular Francisco Bernabé volvió esta semana a copar titulares, no por una propuesta legislativa o un debate de fondo, sino por protagonizar uno de los episodios más insólitos y tensos en el Senado. En plena sesión de control, arremetió contra la ministra Sara Aagesen por la gestión medioambiental de la Bahía de Portmán y, en un gesto que bordea el espectáculo, sacó una bolsa con arena negra contaminada y la colocó sobre la mesa del Gobierno. No contento con la escenografía, remató con una frase efectista: “¿Querría esto para sus hijos? ¡Pues nosotros tampoco!”.

El episodio fue calificado por el PSOE como “intimidatorio”, y el grupo socialista ha interpuesto una denuncia policial por posible riesgo para la salud pública. El gesto no fue improvisado: hubo aplausos del PP, presencia de vecinos de La Unión en la tribuna y cámaras bien colocadas para grabar el momento. En Bernabé, el Parlamento encuentra una figura que ha convertido la política en un plató y la denuncia ambiental en un atrezo. La causa puede ser justa, pero los modos evidencian que lo suyo va más de táctica que de ética institucional.

Una carrera construida desde lo local… hasta el estruendo nacional

Bernabé no es un recién llegado. Natural de La Unión (Murcia), licenciado en Derecho, fue alcalde de su pueblo durante siete años antes de asumir la consejería de Fomento en el Gobierno autonómico. Pasó por el Congreso, fue delegado del Gobierno en Murcia bajo Rajoy, y desde 2019 ha consolidado su presencia en el Senado. A primera vista, su trayectoria podría parecer la de un político solvente. Sin embargo, en los últimos años ha abandonado cualquier pretensión de moderación para asumir un rol de agitador parlamentario. Con la mayoría absoluta del PP en el Senado, se ha sentido envalentonado para estirar los límites del decoro político y ensayar performances que cruzan líneas rojas con alarmante facilidad.

La escena de esta semana no es aislada, sino parte de una cadena de intervenciones que configuran un perfil más cercano al provocador profesional que al legislador serio. En noviembre de 2024, durante una comparecencia del ministro Óscar Puente en la comisión sobre el “caso Koldo”, Bernabé mostró fotografías privadas del ministro con su hija. Alegó que el rostro estaba pixelado, como si eso redujera la carga invasiva de su acción. La intención era clara: golpear debajo de la cintura, embarrar el debate y alimentar sospechas con insinuaciones, sin necesidad de pruebas ni argumentos sólidos.

No contento con ese episodio, en abril de 2025 volvió a la carga contra Puente mostrando la foto de Jéssica Rodríguez, expareja de Ábalos, y dejando caer que quizás “la conocía desde hace años”. Lo que en cualquier otro contexto se calificaría como rumor de pasillo, Bernabé lo deslizó desde su escaño con tono inquisidor y sonrisa sardónica. Puente respondió: “¿Esto qué es, una conversación de portero?”. En otro país, y en otro Senado, un comportamiento así tendría consecuencias parlamentarias. En España, parece ser parte del guion habitual.

Una política construida a base de ruido

Bernabé ha demostrado que no necesita propuestas para destacar. Le basta con una fotografía, una frase altisonante o un objeto simbólico para dominar el relato del día. Lo ha hecho con el Mar Menor, con los regantes murcianos, con las mascarillas del “caso Koldo” y ahora con la Bahía de Portmán. Sus discursos están plagados de acusaciones hiperbólicas, frases preparadas para titulares y una permanente sobreactuación, diseñada no para convencer, sino para alimentar indignación y polarización.

Su estilo ha sido aplaudido en sectores del PP murciano, que lo consideran un “defensor de la tierra” frente al Gobierno central. Pero lo que para unos es vehemencia, para otros es una deriva populista cargada de teatralidad y vacía de contenido. Bernabé no busca acuerdos ni matices; busca escándalos. Y cada vez que se sienta en la comisión o toma la palabra en el pleno, el foco deja de estar en los asuntos de fondo para posarse en su próxima provocación.

Normalización del exceso

Lo más preocupante no es que Bernabé actúe así, sino que lo haga sin consecuencias políticas o institucionales. Sus ataques personales, su exposición de vidas privadas, sus objetos simbólicos –como la bolsa con residuos contaminantes– no reciben más que tímidas protestas, cuando no el aplauso cómplice de su grupo parlamentario. Mientras tanto, el Senado, una institución llamada a la reflexión y al control sereno, se convierte en escenario de espectáculos indignos.

A sus 55 años, Francisco Bernabé no es un outsider, sino una figura consolidada que representa una forma de hacer oposición basada en el desgaste a cualquier precio, en la crispación como arma y en el cinismo como estrategia. En lugar de elevar el debate, lo revienta. En vez de fiscalizar con argumentos, recurre al golpe de efecto. Y lo seguirá haciendo, porque en esta política-espectáculo que ha hecho suya, la polémica no es un riesgo: es su combustible.

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